De Persona a Persona
Max Scheler
POR: JUAN PABLO ROJAS TEXON
A finales del siglo XIX Europa comenzó a padecer los estragos de la corriente que en su momento prometía ser la panacea a las necesidades del mundo: el positivismo. Éste, empeñado en estudiar y conocer lo real y lo concreto de las cosas, y opuesto a la espléndida florescencia idealista que había tenido sitio en Alemania, terminó siendo más bien un analgésico que un verdadero remedio. Fue tal la insatisfacción producida que resurgió con enorme fuerza el afán de retornar a los clásicos. “Una vuelta a Kant” fue el lema que adoptaron algunos pensadores de la época; entre ellos, Hermann Cohen, Paul Natorp y Ernst Cassirer, a los que llegaría a sumarse con implacable resonancia el nombre de Max Scheler.
Uno de los temas esenciales de su filosofía es el del hombre y los valores. Scheler se dio cuenta de que “la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre ‘ocultan’ la esencia de éste mucho más de lo que la ‘iluminan’, por valiosas que sean”. En efecto, existe una antropología teológica que se debe a la tradición judeocristiana, desde la creación hasta la caída –pasando por la tentación– y sus respectivas consecuencias; hay también una antropología filosófica, nacida en la antigua Grecia, para la cual el hombre se elevó por primera vez en el mundo cuando fue consciente de que poseía razón, o sea, de que era capaz de apresar el ‘qué’ de todas las cosas; y no podía faltar, en la modernidad, la antropología científica, que ve al hombre como un producto final y tardío de la evolución, distinto de sus precursores animales sólo por el grado de complicación con que se combinan en él facultades que, de hecho, tienen ya un lugar en la naturaleza infrahumana.
Pese a ello, “no poseemos una idea unitaria del hombre”; al contrario, “en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad”. De ahí que Scheler considere que el imán que con su magnetismo convoca a la unidad humana sea el de los valores, pues el hombre los aprende y los realiza más allá de la cultura a la que pertenezca y del tiempo histórico en el que viva; los valores forman parte de su vida emocional, cuya expresión más encumbrada es la del amor. Esta idea se sostiene en la antigua concepción agustiniana según la cual ‘vive justa y santamente aquel que es un honrado tasador de las cosas, quien tiene un “amor ordenado” (ordo amoris), de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni no ame lo que debe amarse, ni ame más lo que ha de amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse igual’ (De doctrina christiana, L. I, c. XXVII, 28).
Así, pues, para Scheler, lo que podemos calificar de moralmente valioso en alguien o en un grupo depende de cómo jerarquice sus actos de amor, de su capacidad para amar; en suma, de su “ordo amoris”. Porque “quien posee el “ordo amoris” de un hombre posee al hombre”, como si hubiese penetrado con su mirada muy dentro de él, hasta donde moran las fibras esenciales de su ánimo, que constituyen el núcleo del hombre como ser espiritual. Mas resulta que el amor que es capaz de experimentar el hombre no es más que una variedad especial –un devenir, un brotar, un crecer– de esa fuerza universal que actúa en todo y cuyo principio fontal es Dios.
Por eso, el amor es la potencia radical y primaria que nos despierta para conocer y querer, es la madre del espíritu y de la razón misma, es lo “uno” que participa en todo y por el cual todas las cosas participan, en cierto modo, espiritualmente entre sí y son solidarias las unas de las otras. De ahí que todo amor –al ser además un impulso edificante y edificador en y sobre el mundo– sea un amor hacia Dios, y que el hombre, antes de entenderse como un “ser que piensa” deba concebirse como un “ser que ama”.
En palabras de Martin Heidegger, Max Scheler fue “la mayor fuerza filosófica” de toda la reflexión de su tiempo, cuya grandeza se vio reflejada en la “imposibilidad de ser sustituido”. Nacido en Munich el 22 de agosto de 1874, fue un empedernido fumador que consumía hasta ochenta cigarros diarios; protestante convertido al catolicismo y más tarde a una extraña clase de panteísmo, sufridor de matrimonios tormentosos, poseyó, sin embargo, como ningún otro un don para que ‘los objetos más a la vera le dispararan urgentes su secreto esencial’. Este genio sin igual tuvo siempre a Dios en el centro de su pensamiento, por lo que creyó firmemente que la persona era el ser más alto y sublime de Su creación.