Desierto
Desierto
Por Rafael Rojas
Colorado
Dios formó su Iglesia en el desierto, ese
inhóspito y extremoso lugar. Apartado de las grandes civilizaciones convoca a
un grupo de pastores; en ellos converge la confianza y la fe y les
responsabiliza para cumplir una misión: profetizar su divino mensaje a toda su
descendencia.
A través de ese grupo de nómadas del desierto
difunde su mensaje a todas las naciones del mundo. Aunque de diversas culturas,
el lenguaje de la espiritualidad es un solo idioma que persuade y graba en el
alma humana las huellas de sus alianzas. Las que pactó con Abraham, más tarde
con Jacob, a quien prometió el esplendor de una gran nación.
Siglos posteriores el Monte Sinaí se
convierte en un sagrado escenario donde Moisés recibe de Dios los mandamientos
que regirán a un pueblo que estaba perdiendo la confianza. Tiempo después
reafirma su promesa con la sangre y resurrección de su Hijo unigénito, quien a
través de la muerte desciende a los infiernos para expiar los pecados cometidos
hasta entonces por quienes abandonaron el desierto para transitar por senderos
pecaminosos.
El desierto es un mar de soledad y de
silencios donde el perfume del aire despierta el silencio que se va acentuando
en esa voz de la que mana la inteligencia y profetiza el amor para solidarizar
la hermandad en la humanidad; es ese destello que refleja la sangre derramada
en la cruz por Jesús y se transforma en su Evangelio, en esa Palabra revestida
de lo sagrado que posee el ejemplo más sublime del amor al prójimo.
El desierto es un viaje al interior humano,
un paisaje árido de rocas y arenas que posee una luz que ilumina los silencios
más profundos del alma. El desierto es la cuna que arrulla la fe de un pueblo
que creyó y obedeció esa voz que en los profundos abismos del silencio de ese
arenoso mar le señaló el camino que le conduciría a un pleno encuentro con
Dios.