El circo
DANIEL BADILLO
Nunca supe cómo ni por qué, pero terminamos trabajando para un circo. Tendría yo siete años de edad cuando a mi precioso Coatepec llegó el circo. Solía instalarse en el campo deportivo “Adolfo López Mateos”. Todo aquello era una romería. Recuerdo mi primer encuentro con elefantes precisamente en ese circo. Miguel y yo, junto con un montón de chamacos del barrio de Hernández y Hernández, íbamos todos los días a ver los animales. De pronto, a pesar de nuestra muy escuálida figura, nos pidieron que ayudáramos a levantar la carpa y a poner las gradas. El pago era la entrada a una de las funciones y unas monedas para comprar un pan. Cierto día llegaron otros jóvenes a querernos disputar la chamba. Era evidente que no eran del lugar. Traían chamarras negras y unas cadenas colgadas en los pantalones. Hablaban con un tonito medio raro que, a la distancia, pude identificar como del Distrito Federal. Eran más grandes que nosotros y jamás supimos de dónde venían ni mucho menos qué querían. Para no hacer el cuento largo, se soltaron los guamazos. Nosotros éramos como diez y ellos sólo tres. Sin embargo eran diestros con las manos y uno a uno nos sorrajaron en el suelo.
Después supe que traían un pleito con uno de la palomilla por haberle bajado a la novia y acabamos pagando todos por los platos rotos. Por fortuna no pasó de empellones y un moquete que todavía recuerdo con dolor. El circo estuvo pocos días. Los suficientes para juntar unos pesos y comprarme una bolsa con bolillos que llevé a mi casa. En este espacio he dicho, con el mayor de los orgullos, que vivíamos en un patio de vecindad, justo frente a la Caja de Agua, en una pequeña habitación de cuatro por cuatro metros que era al mismo tiempo sala, comedor, recámara y cocina. Allí vivíamos Sandra, Miguel, Juanita y yo. Tiempos de muchas carencias. Sobrevivíamos con lo elemental. Estudiaba yo en la preciosa escuela Enríquez, que está rumbo al panteón.
He vuelto a recordar el olor a pasto del campo deportivo. He vuelto a contemplar, en mi mente y en mi corazón, aquel circo multicolor. Las calles de mi precioso Coatepec. Las noches llenas de estrellas cuando nos juntábamos en Hernández y Hernández para hablar de historias de fantasmas. He vuelto a recordar las escalinatas para subir al Cerro de las Culebras hasta llegar al mirador. Los papalotes. La Caja de Agua. Las manos laboriosas haciendo los arcos en honor a San Jerónimo. El rostro de Juanita cálido, sereno y amoroso. Ayyy mi Coatepec. Qué daría por volver a ser niño. Por correr sobre tus calles mojadas por la lluvia. Por volver a alimentar a aquellos elefantes. Por comer “Nutrimpis” en la casa que tenía una pecera y que está frente a la iglesia de Fátima, en Arteaga. Dios te bendiga siempre mi bello Coatepec.
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