Ars Scribendi

EL COATEPEC DE AYER

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Por Rafael Rojas Colorado

 

6ª. Parte

            Verde, por siempre verde, se cría que así sería siempre, pues ni las fantasías imaginaban que los fraccionamientos ocuparían la mayor parte de estos espacios campiranos. La vegetación fue extensa, en ella que se formaban pequeñas cascadas, ríos y arroyos cuyo murmullo formaba parte de esa virginidad. El viento expandía su sinfonía por los bosques, fincas y montes. De los poros de los cerros y colinas emanaba la humedad y las flores silvestres resplandecían su belleza.

Las fincas las trabajaba y embellecía el campesino; su presencia ahuyentaba el silencio de las besanas; se le veía almorzar en los claros y melgas, guiarse por el grito de donde va la mano, agarrar surco, amarrarse a la cintura el tenate de palma y llenarlo con el fruto cereza, humedecer su boca con el agua fresca que conserva el calabazo, así mitigaban la sed. Recorrer los caminos con su lona de café a hombros en busca de otras besanas, tal vez en dirección de rancho para pesar los kilos acumulados durante su jornal. El rocío, la niebla, la lluvia y el sol fuero parte de su diario vivir en el seno del campo. Fue común entre los campesinos encontrarse un café cuate en alguna de las matas, entre dos compañeros lo partían, cada uno se quedaba con una mitad y surgía el compadrazgo campesino. El pico de gallo, naranja, chile verde, sal y limón, un rico entremés campirano.

Los cañales también reverdecían el paisaje y más aún cuando recibía la lluvia que les mojaba hasta la raíz. La pomarrosa y la guayaba despedían su aroma mezclándose con el del liquidámbar, el encino y el ciprés entre otros árboles.

El plátano también fue comercial, pero, sobre todo, se distinguieron los naranjales en toda la comarca, por el rumbo de la Orduña, desde la cima de su cerro, la vista del observador se regocijaba en ese aterciopelado paisaje dedicado al cultico de la naranja. El campesino que se dedicaba a esa actividad se le llamaba “naranjero”, populares por su lenguaje prosaico, cuando alguna persona se le escaba alguna mala palabra solían decirle, pareces naranjero. Usaba cachucha y un ayate colgado al hombro. Cada cortador tenía un ayudante. Con alegría desempeñaban su trabajo trepados en los árboles, a lo lejos se escuchaba, “Huecoooo, o lo boto”, “huecoooo huacalero, de la espesura del árbol surgía otra voz con fuerza, “Huecoooo por acá”, entonces el ayudante se apresuraba en dirección de donde fue llamado para llenar el huacal con naranja, estas imágenes cotidianas parecían ser un tributo al campo, un holocausto a la misma naturaleza, quizá al digno trabajo del campesino –el huacal medía 80cm X 80cm y pesaba 15 kilos aproximadamente– el ayudante debería ser muy fuerte para cargarlo y caminar con ese peso hasta una melga grande en donde lo esperaba un camión de redilas que recolectaba la producción del día.

Así surgió una nueva actividad los llamados calculadores, los contrataban los mayoristas del cítrico e iban al campo a calcular la producción que aún pendía de los árboles; siempre con ciertas ventajas, pues si calculaba la cosecha en 250 huacales anotaban 200, un recurso del negocio.

Algunos productores de naranja de ese tiempo lo fueron: Leopoldo Blázquez, Francisco Rodríguez, Jesús Gómez, Los Bonilla, José Sánchez y entre otros más Manuel Granillo. Nostálgico se visualizaba el desfile de camiones de Transportes Coatepec, Nachón y Victoria cargados de naranja rumbo a la ciudad de México y otros estados del país.

Pero el campesino también descubrió en el campo su convivencia con los pajarillos, gusanos, hormigas, reptiles, conejos, tejones, tlacuaches y ardillas, y se aficionó a la caza de estos animales, no solo por gusto, sino para alimentarse. De esta manera surgió el talento artesanal, fabricar jaulas de tarro y carrizo, con ingenio las subían a los árboles o las acomodaban en algún lugar estratégico, así privaban de su libertad a los pajarillos que disfrutaban su vuelo en el bosque, ahora cantarían enclaustrados alegrando a sus opresores.

Otros con resorteras, tramperas, rifles de postas y balas de calibre 22, se internaban en el monte, llevaban su jauría de perros entrenados para perseguir y matar a sus víctimas. Cuando pardeaba o en ocasiones a la luz de los cocuyos, se les veía bajar con sus trofeos de guerra, los vecinos atestiguaban y en los cazadores improvisados se esbozaba una sonrisa de triunfo. Ya sin vida el infortunado animal pendía de la espalda del cazador o lo traían atado de las patas de una vara sujetada entre dos. Continuará.

 

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