EL HUESO
EL HUESO
Por Rafael Rojas Colorado
Al recuerdo de Guadalupe
Muñoz.
Se
llamaba Guadalupe Muñoz y le decían “El hueso”. Vivía junto a un terreno en el
que construían la capilla de san Miguel Arcángel. En ese punto nace el barrio
de Ignacio Manuel Altamirano, pero el pueblo lo conocía como el barrio de “Paso
ancho”.
“El hueso fue muy aficionado al boxeo, era su pasión. En su casa tenía dos pares de guantes negros para la práctica de ese deporte, además una lona llena de arena la cual ocupaba como costal. Con frecuencia subía a ring, peleaba algunos
rounds con diferentes rivales, a veces ganaba y otras perdía, así es el deporte. Su estilo no era el de un boxeador técnico sino el de un fajador, pero su afición rebasaba los límites al grado de sentirse un verdadero profesional del deporte de las orejas de coliflor. Recuerdo una ocasión que su patrón, don Manuel Palacios, lo llevó en su coche a la arena de don Remigio Ronzón, estaba ubicada cerca de los carriles, esa ocasión el señor Palacios se sentó en las gradas con su familia para apoyar al hueso, no dejó un instante de echarle porra, pero a lo largo de la pelea fue superado por su rival. Cuando sonó la campana para poner punto final a la pelea, el señor Palacios salió de prisa, parecía decepcionado y se marchó en su vehículo con su familia, Guadalupe Muñoz, con las huellas de la batalla en su rostro, a paso lento regresó a su casa.
En esa época de los años sesenta me acerqué a su casa, yo era un adolescente, la finalidad aprender a tirar algunos golpes, en esa edad es lo que más le gustaba a uno aprender a pelear. Me hizo algunas preguntas y después me empezó a enseñar lo esencial. Recuerdo que también iba Valentín Camacho, él vivía en ese barrio, “El hueso lo bautizó con el mote de “Mantequilla”. El hueso me enseñó a hacer sombra, a tirar jab, rectos y ganchos al estómago, pegarle a la lona de arena, hacer algunos ejercicios de sombra, espejo y abdominales, además me enseñó a saltar la cuerda de diferentes formas. Pero lo mejor era cuando nos calzábamos los guantes. Un día llegué a sangrarlo de la nariz y se cerró tirándome varios golpes, uno de ellos me lo conectó bien en el pómulo derecho, sentí que todo se me oscurecía y me recargué en una pequeña cómoda que tenía en su casa, el resultado fue mi pómulo derecho inflamado.
Fueron
momentos bonitos, de sueños e ilusiones los que pasé en esa humilde casa de
tablas y piso de tierra, entrenábamos en las noches después de cenar,
iluminados por las velas porque no tenía luz eléctrica, sin embargo, eso no era
excusa para no entrenar. No recuerdo bien, pero su papá me parece que se llamó
Antonio, carácter bonachón y enseñando su blanca dentadura bajo la sombra de un
sombrero de palma. Su esposa de Guadalupe Muñoz se llamaba María y a su hijo
Joaquín, un chamaco de escasos seis años de edad al que yo le decía “Chololo”,
no sé por qué. En esos tiempos cualquiera le echaba a uno la bronca en la
calle, pues todo se arreglaba a golpes, pero con estos entrenamientos ya tenía
nociones de esquivar golpes e ideas de donde asentar uno al rival, estaba
aprendiendo a defenderme y me sentía con más seguridad en mi persona.
Puedo
decir que “El hueso” fue mi primer profesor de boxeo, yo no subí al ring a una
pelea seria, pero me sirvió durante mi vida para darme cierta seguridad, una
idea para defenderme de alguien que me atacara. En el gimnasio de don Remigio
Ronzón si me subí varias veces al ring para cambiar golpes con diversos
aficionados y esos combates amistosos, pero a menudo sangrientos me servían de
alguna experiencia. Me gustaba decirle Guadalupe Muñoz “el ídolo de paso
ancho”, él simplemente sonreía dejando ver sus blancos dientes que
resplandecían en su piel oscura.
Al
“hueso” lo recuerdo bien, carácter bonachón, moreno y bajo de estatura, ojos
rasgados y oscuros, pelo negro y lacio, usaba pantalones negros de vestir y a
la altura de las espinillas se le colgaban, valiente para pelear, de profesión
campesino. Fue muy aficionado al box y un hombre de buen corazón. Recuerdo que
en ciertas ocasiones llegaba yo a su humilde casa para entrenar, él estaba
cenando frijoles con carne salada y un chile verde, me veía y sonreía y se
dirigía a su esposa –vieja, dale un cacho de carne al Rafa– y lo acompañaba yo
a cenar. Después de media hora cuando los alimentos se nos bajaban me comenzaba
a vendar los puños para empezar a hacer sombra. Jamás me enteré el por qué el
mote del hueso, al parecer solo así le decían en el barrio, porque en el medio
boxístico los conocían como “El Negro Muñoz”
Son muchas las
vivencias que compartí con él, le vivo agradecido por sus enseñanzas que aún
recuerdo. El hueso es un amigo al que nunca he olvidado a pesar de que ya
reposa el sueño eterno.