Ars Scribendi

El papalote

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Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

 

En un escenario de matices provincianos en el que los entretenimientos y juegos apasionadamente se desahogaban en las canicas, la chicharra, el balero, el trompo, el yoyo, el quincito y la rayuela, también sobresalía el gusto por empinar papalotes y palomas de papel de china.

Para formar un papalote se compraba un tramo de otate; éste se abría para ir extrayendo las varillas, mismas que se pegaban con engrudo sobre el papel de china, de uno o más colores, formando una figura hexagonal alargada, combada en la parte superior por un hilo de cáñamo, el cual se forraba con una tira de papel de china, razón por la que al romper el viento emitía un agudísimo zumbido. Los tirantes superiores –que cumplían la función de timones– salían de las esquinas del papalote para encontrarse en el centro con un tercer hilo, y los inferiores –a manera de ángulo isósceles– eran el soporte de la cola, es decir, de una tira de tela de más de dos metros de larga. En la cola solía amarrarse una filosa navaja de afeitar para cortar el hilo de otro papalote que oscilara cerca. Las guerras entre papalotes eran todo un espectáculo pueblerino, que además generaba tensión entre los espectadores, enojo en los perdedores y grandeza en los vencedores. Algunas veces el papalote cortado, cuando se enredaba en el hilo del enemigo, podía bajarse sin problema como un botín de batalla; luego de algunos remiendos quedaría como nuevo. Sin embargo, había ocasiones en que el papalote, luego de cortarse, se desvanecía en el aire. Entonces se hacía la corredera de chiquillos de los barrios vecinos en busca del premio, el cual caía sobre la copa de un árbol, o en algún terreno baldío, o en el tejado de algún afortunado. Pero muy difícilmente un “caído” como aquellos quedaba sin dueño.

Las palomas eran mucho más frágiles y estaban destinadas para los más pequeños, ya que se controlaban con hilo de coser –en lugar del de cáñamo– y a más baja altura. De hecho, eran más baratas que un papalote. Por eso, ganarse una paloma era motivo de gozo y alegría, pero ganarse un papalote constituía un verdadero triunfo, un acto heroico de juventud.

Empinar papalote era un arte; las manos eran primordiales para ello, desde su elaboración hasta que se elevaba. La dirección que tomaba “la mariposa” (eso significa “papalotl” en náhuatl) dependía del movimiento de brazos: se iba de derecha a izquierda o viceversa, hacia abajo o hacia arriba; para darles velocidad y elevarlos al máximo, con ambas manos se recuperaba el hilo con gran rapidez –una rapidez que sólo unos cuantos lograban–; en el lenguaje popular de entonces, a dicha manipulación del hilo se le llamaba “cobrar”.

La primavera y el verano eran las estaciones del año más propicias para practicar este entretenimiento. Sobre todo en las tardes, fue común ver a niños, jóvenes e incluso adultos empinado papalotes; algunos desde la calle, otros en el Cerro, en el potrero o en “La lomita”. Los cielos de entonces parecían ser las cunas que arrullaban los zumbidos de aquellas coloridas y serenas “mariposas” de papel de china, reflejos de los sueños e ilusiones de sus artífices. Parecían ensoñaciones viajeras en el lento fluir del tiempo.

Años más tarde, cuando las tejas se convirtieron en azoteas, fue más cómodo empinar papalotes, aunque también sucedía que éstos se atoraban en los cables de luz eléctrica o en los postes del alumbrado público.

Parecía un juego de hadas ver y oír en el aire los papalotes rezumbando y zigzagueado –como hermosas serpientes aéreas–; el cielo, a veces algodonado, a veces límpido y profundo, se rompía con los gritos de los espectadores: “¡Ese es el papalote de El Yeyo!”, “¡Ese es el de El Chío!”.

Empinar papalotes fue una época que marcó las huellas de una provincia que tiñó de folclor los barrios de aquel ayer, cuando fuimos niños y adolescentes, quedándose dormida para siempre; fue una época que apretuja tiernamente esos inolvidables recuerdos que grata felicidad nos proporcionaron y que ya no volverán, pero siguen haciendo latir nuestro nostálgico corazón, ese que por momentos vuelve a ser infantil.

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