Ars Scribendi

El pocito

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Por: Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

 

Finalizaban los años cincuenta. Frente a los cuartos de renta de don Nicasio Neyra, a mitad del callejón de la sexta calle de Zamora, había un cantil desde el cual declinaba una angosta vereda; en la parte más honda del cantil se alzaba un frondoso y magnífico árbol de zapote negro y, justo en ese punto, la veredita, salerosa, daba vuelta a la izquierda y se extendía por toda la finca de las hermanas García para ir a desembocar en el cristalino río Suchiapan, cuyo cauce cruzaba por un verdoso potrero que en aquel tiempo era el recreo del pueblo.

El paso de esa veredita era obstruido por un hilo de agua cristalina, proveniente de un nacimiento. De ese singular y diminuto ojo de agua se beneficiaban las personas del callejón de Zamora, al cual le dieron el sobrenombre de “El pocito”. Sus aguas de plata corrían libremente por un angosto cauce y, poco antes de llegar a la carretera que aún hoy conduce a la ciudad de Xalapa, caprichosamente, se escondían nuevamente bajo la tierra.

Por toda la ribera crecía hierba en abundancia; entre ella, la llamada “pita”, que era una vara delicada que se iba adelgazando del tallo hasta la punta. Aquella valla de herbaje proporcionaba una espesa sombra que protegía al arroyito de los furiosos rayos del sol. En medio de la vegetación –una especie de paraíso–, la corriente, débil y tímida, se desplazaba sin prisa alguna, pronunciando a su paso un tierno e inocente murmullo, como si fuera un hermoso adagio compuesto con las notas más simples y maravillosas de la propia madre naturaleza.

Nuca faltaba gente que recogiera alguna lombriz de la tierra húmeda y la encastrara como carnada en la punta de la pita, con la cual, a manera de caña, se disponía a pescar. Otros se recogían los pantalones hasta las rodillas y entraban en el arroyito, y con las manos removían la tierra que se acumulaba debajo de los lirios para atrapar unos camaroncitos –en realidad, muy pequeños–, conocidos como “burritos”.

Luego, como era de esperarse, venía el festín. En algún claro, cercano al sitio de pesca, se hacía la lumbre con baraños secos y, en un recipiente de peltre, se preparaba el botín a gusto de cada quien. Los burritos particularmente constituían una verdadera delicia que empezaba con la vista, pues a medida que se cocinaban iban adquiriendo un color rojizo, tan estimulante como el rico aroma que despedían desde el recipiente. Para acompañar: agua de sabor, cerveza dos equis y hasta aguardiente.

Algunos de los protagonistas de aquellos días fueron Antonio Sánchez “El puro”, los hermanos Jorge “El mecuque” y Antonio Ruiz, Guillermo Colorado “El grillo”, Marcos “El chiscuirris”, Ponciano “El pomposo”, Gaudencio, “El galencho”, Aniceto Neyra, Miguel Villa y muchos más que prefirieron hacer una pausa y echarse a dormir en los eternos recuerdos del inolvidable ayer al que siempre pertenecerán.

En aquel lugar se consumían lentamente las horas de ocio, al pie del risueño arroyito que armonizaba con todos los símbolos vegetales, unidos en una sinfonía que el viento mecía en todas direcciones, expresando la plenitud de la libertad.

En el verano, las doñas de las casas esperaban que pardeara la tarde y, cuando el clima se sentía ya fresco, bajaban hasta el pocito o mandaban a sus hijos por agua. Jamás faltó el acomedido que por unas monedas acarreara agua en cubetas de plástico o en latas para manteca y, mientras los acarreadores cumplían su cometido, ninguno escapó a los piquetes de mosco o bien a algún susto provocado por una culebra verde, pues la humedad del área también era como un vergel donde estos ponzoñosos animales tomaban el fresco.

Algunas de esas doñas eran Luz, Raymunda, Julia, Marina, Nieves, Esther, Adela, Eufemia, Ángela y tantas otras a quienes el corazón y la nostalgia continúan vislumbrando como si fuera hoy.

El tiempo aún no desvanece el rostro de Lelo, esposo de doña Maura; ambos, progenitores de “El chicolí” y Celedonio. Lelo, a quien se le conocía como “El botero”, se atravesaba un palo de hombro a hombro y en cada extremo guindaba un bote. Se volvió una estampa el verle subir y bajar por la veredita, surtiendo con agua del pocito a las señoras que se lo encargaban, sobre todo aquellas quienes carecían de marido.

La ribera del arroyito fue un punto de reunión para convivencias, para citas de amor, incluso para retarse en francos pleitos.

Conejos, ardillas, tlacuaches, culebras, himnos de grillos y difusas luces de cocuyos, así como el trinar de un sinfín de pajaritos, fueron algunos de los matices de este paisaje campirano adormecido en el dolor de la añoranza.

La finca por la que surcaba el romántico arroyito le perteneció a don Francisco García. En el año 1964 fue devastada para abrir los cimientos que hoy sostienen a la Escuela de Bachilleres “Mtro. Joaquín Ramírez Cabañas”, exterminando para siempre el arroyito, prodigio natural.

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