El último mordisco
Juan A. Morales.
Alto, níveo de ojos celestes, barbado el condenado como el Rey de la Baraja, me toma por el talle, distribuye su tibio aliento en mi cuello, busca la hendidura de mi falda, desfallezco ante sus chicoleos y el corazón amenaza con salírseme, pero qué importa, pues qué criolla disfruta de un güero como yo, y no es cuestión de suerte, porque desde que llegó a Las Vigas con la luna nueva y los bancos espesos de niebla, sus pupilas corretearon mis caderas. Y en este pueblo de envidiosas la gente le corta vuelta como al perro del mal y, nadie puede imaginar que cuando sus manos me transportan al paraíso la ansiedad me acosa, se me enfría el cuerpo y la piel se me torna pegajosa, siento entonces una terrible pesantez, mi respiración disminuye, mi sudor es frío y la confusión en la que caigo me hacen pensar que literalmente me matará el amor.
Relámpagos y goterones esparcen el olor a tierra mojada y la resina de los ocotes invade el tejaban donde cada noche nos guarecemos hasta la madrugada. Lo conocí el año pasado. Llegó en una limusina que acondicionó como carrosa y plantó una funeraria en la casa más vieja de Barrio Arriba, contrató a Melitón, el sepulturero, para que en sus ratos libres, que eran muchos, atendiera el negocio y lo hace bien, pues prospera de prisa.
Movida por la curiosidad, una tarde brumosa rondé el Barrio, llegué al caserón de tejamaniles viejos, paredes descarapeladas y zaguán herrumbroso. Salió repentino, sigiloso como gato, me hizo la reverencia con el bombín y adhirió su mirada a mis nalgas; yo me dije entonces: “Inmaculada, qué puedes perder, si ya eres solterona”. Le coquetee y, en su malísimo castellano, me invitó una taza de té, pero yo le enseñé a preparar café fuerte que disfrutamos en las tardes veladas por la niebla, cuando nos sentamos en el corredor del portal para escuchar lejano y muy largo aullar de los coyotes.
Como las mujeres de aquí se casan a los quince, las de treinta años ya perdimos la esperanza, pero el flaco me dice <<Tienes galanes>>, ¡Claro que los tengo, pero sólo quieren su cuarto de hora!, y, así no. Viéndolo bien, aunque tengo el apetito de una cerda, he adelgazado mucho, seguramente porque el amor me chupa, pero él sigue flaco y transparente como vela de quinceañera. Ah, y es celosísimo, tanto que me marcada para que todos sepan que le pertenezco. Antes me daba pena que me los vieran los chupetones y usaba pañoleta para disimular, pero ahora luzco mis mordiscos con orgullo, porque hasta las beatas y ricachonas me envidian y, es lógico, porque cada vez estoy más delgada con caderas frondosas.
Me dijo mi gringo que en realidad es europeo, de Valaquia, pero lo niega porque esa tierra tiene mala fama por culpa de Stoker y Arminius, quienes inventaron una historia que ahora pesa como maldición sobre su familia, por eso se refugia en estas montañas brumosas, de construcciones decrépitas y frías, como la finca en la que vivo con mis ancianos padres y, aunque él lleva en su sangre la nobleza prefiere pasar desapercibido, bueno, hasta donde un güero larguirucho y pálido puede pasar inadvertido en esta tierra brumosa.
La luna redonda y argenta lo excita, me abraza con la ansiedad de un náufrago que busca asirse al tronco de su salvación, me besa con esa pasión irrefrenable que me hace hervir esa sangre que corre galopante por mi carótida y cuando se me obnubila la conciencia sus dedos fríos auscultan mis muslos, susurra, me oprime, me da un mordisco leve como preámbulo del final de la noche y los arrebatos de mi corazón laxan mis músculos y siento desfallecer. <<Te amo, Inmaculada>>, me dice, mientras recibo el último mordisco antes de la alborada, que siempre es más intenso, más demoledor y cuando se despide aun le escurre por las comisuras, colorado y tibio, el plasma con el que le doy vida.