El velorio
Rafael Rojas Colorado
Es indudable que las costumbres se transforman o desaparecen conforme evolucionan los pueblos. Hoy vagamente intento describir cómo se acostumbraban los velorios hace cincuenta años.
Cuando una persona pasaba a mejor vida, en la mayoría de los casos se velaba dos noches antes de darle santa sepultura. Los días de duelo familiares, amistades y vecinos se solidarizaban plenamente con los dolientes. Los asistentes al velorio acostumbraban llevar su ayuda que consistía en: azúcar, café, fruta, carne de res, veladoras, flores, cirios, gallinas, guajolotes y, entre otras cosas, dinero para solventar parte de los gastos que la situación requería. Regularmente el ataúd se diseñaba de madera, forrado de terciopelo, variando los colores que siempre guardaban cierta discreción.
El pésame lo daban llorando, pues era una manera de solidarizarse ante el dolor que envolvía al afligido. Los dolientes gemían lastimosamente el deceso del familiar, emitían lamentos fuertes y desgarradores que se escuchaban en gran parte del barrio. Los familiares se vestían de negro denunciando el luto que le acompañaría durante un año de respeto al difunto.
El rezandero oficial de estos barrios lo fue el señor Asunción Villa, a quien llamaban “Don Chon”. Hombre sexagenario, alto, piel blanca, rostro surcado de arrugas, escaso cabello teñido de canas, carácter agradable y siempre dispuesto a servir en estos actos luctuosos. En los novenarios levantaba el Cristo a la media noche, se paraba frente al altar aspirando el humo del incienso, en su mano sujetaba el santísimo rosario, rezaba con devoción y voz fuerte, y cantaba: “Levántate alma cristiana, / despierta si estas dormida, / que Dios te viene buscando / y a su gloria te convida”. Posteriormente invitaba a los asistentes a encender una vela y pasar a besar un crucifijo que sostenía en sus manos. Así se terminaba el novenario.
En los velorios se repartía entre los asistentes pan, café de olla, té, cigarros, tamales; estos entremeses se volvían a departir hasta el novenario, ya que en los rosarios no se daba más que las gracias. Cuando la gente llegaba le tendían petates o lonas de yute, porque se rezaba hincado durante todo el rosario; de esa manera se protegían las rodillas del suelo de tierra. Se acostumbraba jugar a la nalgada, el esparcimiento a veces enardecía el ánimo de los participantes y terminaba en pleito. El juego de la nalgada consistía en que una persona se sentaba y con un trapo o sombrero le tapaba el rostro al que accedía a ponerse para ser castigado, agachaba la espalda y paraba las asentaderas, entonces otro de los participantes le pegaba en las nalgas con la palma de la mano provocando ardor en esa áreas de la piel; el que recibía el golpe inmediatamente se enderezaba y con su dedo señalaba al que suponía le había pegado; si acertaba, el otro ocuparía su lugar y así sucesivamente. Algunos fintaban para engañar haciendo herrar el señalamiento del que estaba recibiendo el castigo.
Otro juego usual en los velorios de aquel ayer lo fue la sortijita. Participaban jóvenes y jovencitas. Sentados juntaban ambas manos palma con palma, una persona quedaba de pie y con las manos en la misma posición de los demás participantes llevaba oculta la sortija y a cada uno(a) le decía: “Aquí te dejo a guardar esta sortijita, no se la des a nadie”. Él la dejaba a quien quería y al final iba preguntando: “¿Adónde está la sortijita que te dejé a guardar?”. El que acertaba ocupaba su lugar. Otro entretenimiento lo fue la botella: se sentaban en corro los participantes de ambos sexos, colocaban en el centro una botella acostada y uno la hacía girar, cuando ésta se detenía quedaba con la boca apuntando hacia alguien; a esa persona le daba un beso quien había girado la botella y así sucesivamente hasta el final.
Las flores más usuales lo fueron la nube y el cartucho, que circundaban el ataúd aromatizadas por el incienso y la parafina que formaban parte de esa atmósfera teñida de tristeza y dolor junto al cuerpo inerte que ya dormía el sueño eterno. El día de entierro el acompañamiento siempre se manifestó vasto, dejaban de ir a trabajar o posponían algún compromiso por la buena voluntad de cumplir dándole el último adiós al difunto. Al momento de sacar de la casa a la calle el ataúd, nuevamente la escenografía se pintaba de dolor y profunda tristeza. La gente en voz alta decía: “Ya se lo llevan”, mientras los dolientes desflorando abundantes lágrimas dejaban escapar libremente sus lamentos, que se escuchaban en buena parte del barrio. Algunas personas, en sus casas, al escuchar los desgarradores lloriqueos, solían decir: “Ya se llevan al compadre. ¡Apúrate para que lo acompañemos a misa y al campo santo!”. Entre cuatro voluntarios cargaban a hombros el sarcófago; a cierta distancia los iban relevando mientras otra persona por delante con rostro afligido llevaba la cruz hasta llegar al panteón.
En la actualidad estos momentos continúan siendo dolorosos, pero el pensamiento de la población va evolucionando y acepta que la vida del ser humano es finita.
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