Esa sombra larga y negra
Esa sombra larga y negra
Una sombra. Una
sombra sobre las piedras, avanzando a tropezones en el llano, sin más luz que
la de la luna, sin más agua que el sudor escurriendo a lo largo de los surcos
de la piel arrugada por el esfuerzo. Una sombra y dos hombres, dos cuerpos, uno
montado sobre del otro, el de abajo queriendo llegar al pueblo para salvar la
vida del de arriba.
–Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su
difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría
si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera
recogido para llevarlo a que lo curen…
Una sola sombra
sobre las piedras hecha por dos cuerpos: un padre y un hijo, les tocó ser padre
e hijo. ¿Se puede ser hijo así nada más? Como un hijo abandonado. Y, en su
soledad, pensará siempre en su padre. En las coordenadas de su padre, en la
geografía de aquél rostro fantasma, en la sangre que corre en él, en sus ojos
huérfanos, su nariz achatada, su lunar en la esquina de su frente, si son sólo
suyos o acaso son trazos que otro dejó en él. Como para nunca olvidar que uno
se debe a alguien. Como para nunca recordar a quién cuando no se conoció al
padre. ¿Se puede ser padre así nada más? Como un padre con su hijo desaparecido.
O como un padre con un hijo asesino. Y, en su desolación, pensará siempre en su
hijo.
(–¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de
su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece
que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad…)
En qué historias
le contó, con qué cuentos pobló su imaginación, en si le enseñó a sonreír y de
qué o para qué, en si le dio de abrazos y nalgadas y cuántos, en si le enseñó
la cicatriz de su espalda. Esa
de cuando, para ganar un poco más del jornal, el mecapal le quemó entre
el hueso del hombro y la cervical y le dejó como una cruz romana. Como un
estigma, para que la cargara aún acostado. Como para siempre recordar que uno
vive para otro, con otro, con el estómago de ese otro que hay que alimentar.
Como para siempre olvidarlo a diario y hacerlo porque uno deja de ser individuo
cuando se vuelve padre, y deja
de ser padre cuando se vuelve tiempo, porque ya no se puede ser otra cosa más
que tiempo para el otro, del otro, por el otro. (Uno se vuelve tiempo desde esa
única vez y ya no puede dejar de serlo).
Pero no siempre
el resultado va de acuerdo al empeño.
Aún en lo
solitario, nunca se va solo.
Parece un solo
cuerpo hecho de esa sombra larga y negra.
Sin suturas, pura continuidad, puro amor.
Si acaso sólo ahí, en
esa sombra larga y negra, no se puede distinguir que hay uno que carga con todo
el peso suyo y ajeno. Que hay uno que va debajo, ahogándose en los cimientos, y
otro que va encima, respirando los remolinos del viento. Y se pesan a sí y
entre sí mismos. Y se acompañan.
¿Se puede ser padre o ser hijo así nada más, en lo solitario?
Como si sólo los cuerpos tuvieran peso, como si esa sombra larga y negra no pesara también, como si no hubiera sombras de ausencias que pesan y queman más que el mecapal.
*Elaborado con motivo del día del padre con fragmentos
del cuento: “¿No oyes ladrar los perros?” de Juan Rulfo.