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HACE CIEN AÑOS, SISMO DEVASTADOR

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Jarochito 

(parte I)

 El sábado 3 de enero de 1920, Josefina Villar Gámez abordó El Piojito en la estación de las Puentes y se dirigió a Jalapa. Llevaba la pena en el alma al enterarse de la gravedad de su hermana Evangelina que, siendo enfermera al servicio del hospital general de la Ciudad de México, se contagió de la maldita tuberculosis y había regresado a su tierra natal a curarse. Por prescripción médica, la infectada no podía amamantar a su primogénito de escasos cuatro meses y afligida, buscaba una nodriza que le hiciera ese gran favor.

Más tarde, en la estación de Jalapa, Josefina descendió del tren e inició su andar a la casa de sus padres ubicada en la calle de Xicoténcatl, casi esquina con Sayago, pidiendo al creador por la salud de su hermana. Tendida en el lecho, Evangelina agonizaba. La molesta tos, fiebre y debilidad le hacían compañía en espantoso cuadro que no duró tanto tiempo, pues en menos de una hora llegó el fatal desenlace.

Las autoridades sanitarias determinaron que las exequias se hicieran lo más rápido posible, ya que a la finada no podían exponerla por el riesgo de provocar un contagio. Josefina no podía creer lo que ocurría, con sollozos y fe, clamaba a Jesús el milagro que le hizo a Martha en ese pasaje bíblico llamado la resurrección de Lázaro. Al instante se percató que debía buscar quien alimentara a la criatura que, a la ausencia de su madre y por el hambre, no paraba de llorar. El frío invernal, apareció. En hora temprana el sol se ocultaba atrás del Cofre de Perote. Este ocaso, le traía muchos recuerdos de infancia a Josefina, vivencias adquiridas desde la ventana de su habitación y esa tarde ni eso la consolaba.

Los hermanos mayores llegaron con el féretro. Solo un cristo y cuatro cirios encendidos. La muerte, daba la otra cara a la vida. El cuerpo amortajado con una sábana blanca, dejaba ver únicamente el rostro; los familiares discretamente gemían. Abundantes veladoras iluminaron el cuarto. Al correr la noticia del fallecimiento de Vange, los generosos vecinos y amigos llegaron con víveres y frutas para el ponche y los tamales. Manteca, sal, nixtamal, verduras, carne de puerco, chiles, eran recibidos por las improvisadas cocineras ya listas con el comal y la lumbre. En el patio de la casa se improvisó un tendido dando inicio las primeras oraciones de la cadena que se rezaría toda la noche. Poco a poco el lugar quedó insuficiente. En cada misterio del rosario, se entonaban cantos a María, clamando por el eterno descanso de la hermana Evangelina. Aquello asemejaba una verbena de barrio.

En un rato de silencio, pasadas diez de la noche, un estremecedor temblor se dejó sentir y todos los presentes corrieron a la calle, huyendo de un posible derrumbamiento de la casa. El Cristo se descolgó, los candelabros rodaron, el ataúd, al caerse, se abrió dejando el cadáver de la tía a flor del piso, por lo que, la rezandera, con misal y rosario en la mano gritaba ¡milagro, milagro!… ¡Vange está viva!… Nadie se regresó a ver. Todo parecía irreal, ninguna persona se percató de lo devastador del sismo.

Amigos, esta oscilatoria historia continuará. Un feliz inicio del 20-20 y les recuerdo que: “De esta vida, nadie sale vivo” ¡Vaya… qué irrefutable verdad!

¡Ánimo ingao..!

Con el respeto de siempre Julio Contreras Díaz

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