INOCENCIA
INOCENCIA
René
Sánchez García
Palmas de Arriba es
una de las muchas poblaciones rurales pintorescas de la costa veracruzana. La
población es algo cercana a los 800 habitantes y se dedica al cultivo y venta
cocotera, así como a la confección de tapetes entretejidos de la palma seca,
misma que se utiliza para proteger del intenso sol a las personas dentro de las
palapas, que se colocan en las playas cercanas, que en las épocas de vacaciones
acude el turismo.
En ese lugar habita una
pequeña que a diario ofrece por las calles las tradicionales cocadas de sabores.
Deberá tener 7 años de edad y asiste la escuela primaria de dicha comunidad y
es por las tardes cuando realiza su venta. Me dicen que su nombre es Lucrecia
Ramírez, y llama la atención no sólo por ser morenita, de baja estatura y con
el color de sus ojos parecidos al tono de la noche, sino también por lo
bastante curiosa, juguetona y hablantina.
Desde hace dos o tres meses
llegó a su pueblo un señor totalmente diferente a ella y a sus paisanos. Se
dedica a recorrer las calles, los poblados cercanos y a platicar con los
hombres y las mujeres adultas. Se le ve siempre con una cámara fotográfica, una
libreta en la mano, así como con un bolso de piel color café colgado a uno de
sus hombros. Casi siempre por las tardes, dicho desconocido se sienta en una
banca del atrio a leer, buscando la sombra y el silencio.
Desde que Lucrecia notó su
presencia lo empezó a seguir en algunas de sus caminatas, con la idea de
ofrecerle las cocadas que elabora su madre y poder entablar una plática, pues
para ella el desconocido le parecía un ser humano bastante extraño por su
estatura, el color de su piel, de su cabello y especialmente por el de sus
ojos. Nunca en su corta vida había conocido a alguien tan diferente en todo,
pues en su pueblo todos le parecen iguales.
Ese deseo se le cumplió pronto
a la niña. Venciendo toda clase de temores y miedos se le acercó una tarde para
ofrecerle las cocadas de vainilla, limón, mango y miel. Le mostró dichos dulces
y para su suerte le compró una de cada sabor. Fue entonces que aprovecho el
encuentro para disipar sus dudas, haciéndole una muy breve entrevista. La niña
con toda su inocencia preguntó:
¿Señor,
porqué creció mucho? El hombre de 1.90 de estatura le contestó: “En
ese lugar lejano de donde vengo, todas las mujeres y todos los hombres somos
bastante altos o grandes”. La niña de inmediato sin dejarlo terminar le lanzó
su segunda inquietud: ¿Allá donde vive se
ponen pintura para no ser prietos
como nosotros? El forastero sonrió y
contestó: “No niña, desde que nacemos el color de nuestra piel es blanca, así
somos todos”.
Prosiguió la chiquilla con el interrogatorio a
dicho hombre blanco: ¿Su pelo amarillo
entonces tampoco es pintado? Y él contestó: “Así es niña, allá todos y
todas tenemos el cabello de color dorado, más o menos como aquel rayo de sol”.
En ese momento Lucrecia recordó que su maestra les contó un día de la
existencia de otros planetas, le comentó al viajero: ¡¡Debe ser rete lindo el mundo de donde usted vive!!! La respuesta
de él fue una expresión de cariño acariciando el cabello largo y negro de la
niña.
Finalmente, Lucrecia fijó su
tierna mirada en los ojos azules del extranjero y le lanzó su última pregunta: ¿Oiga señor, y de qué color ve usted el
cielo, los árboles, las gentes, los animales, los cerros y el agua? Aquel
hombre gigante y pesado se levantó de la banca, invitando a la niña a caminar
juntos hacia la salida del atrio, contestando dicha pregunta: “Veo todas las
cosas exactamente del color en la que tú las ves, niña”.
De inmediato Lucrecia entró en
duda y le expresó con tono de bastante seguridad infantil: ¿Y tú cómo sabes de qué color ven mis ojos todas las cosas?