Ars ScribendiPLUMAS DE COATEPEC

JUDIT

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JUDIT

El general Holofernes dormía profundamente; de no ser porque respiraba se pensaría que estaba muerto. Sus doncellas trabajaron varios soles y lunas decorando la tienda del campamento, la vistieron con telas de seda y lino púrpura, vajillas de plata y copas bañadas de oro, manjares, frutas y buen vino.

El suntuoso arreglo era la antesala que este áspero soldado había mandado preparar para satisfacer su lujuria con una mujer cuya sensualidad, candor y gracia le habían encantado; una mujer que, sin embargo, pertenecía al pueblo que debía conquistar; una mujer que en ese momento estaba inadvertida sobre su cuerpo en reposo e indefenso, con una espada entre las manos, dispuesta a hundirla en el pecho de aquel hombre que ahora quizás soñaba amablemente con ella.

El poderoso ejército del general asirio arrasaba pueblos enteros, masacraba, saqueaba, violaba y sometía a quienes se revelaban. Judit se preguntaba por qué Dios permitía esas crueldades; si Él creó en condiciones de igualdad, la tierra es de todos, pero Holofernes arrebataba su parte a los débiles. Sin embargo, el general no era el absoluto, lideraba un descomunal ejército, sí, pero a su vez se debía a las órdenes del rey Nabucodonosor. Este soberano anhelaba ser dueño del mundo y enviaba a su sanguinario guerrero a expandir sus territorios.

Judit estaba decidida a decapitar a aquel hombre. No era una asesina, pero su nación peligraba. Su blanco rostro, perlado de sudor. Estaba a un tajo de cumplir su propósito, sus grandes y oscuros ojos se notaban fríos, sus líneas faciales pálidas y la mandíbula la apretaba cada vez más. Con la muerte del general terminaría él peligro, su pueblo viviría en paz por siempre. Ella no aspiraba en convertirse en heroína, pero las circunstancias la habían ubicado en el campamento babilónico y en sus manos estaba salvar a su raza de la esclavitud y la muerte.

En el campamento, los soldados dormían plácidos y los guardias pensaban en todo, menos en que su líder estaba a punto de perder la vida en manos de una frágil mujer. La existencia de aquel feroz guerrero que con la espada en alto ha combatido a quien se ha interpuesto en su camino hoy pendía de un hilo sin que él lo presintiera.

Adentrarse en el campamento enemigo fue fácil. Lo difícil había sido llegar. Para ello, Judit sufrió peligrosas tribulaciones desde el día en que salió de Betulia; peregrinó por inhóspitos caminos llenos de peligro y, en medio de su soledad y de tantas acechanzas, se daba ánimo a sí misma. Poseía la certeza de que Dios la acompañaba en esa aventura; esa idea la fortalecía y erguía su espíritu. Por semanas prosiguió su ruta, la brújula de su corazón la guiaba hacia la dirección exacta. Aunque el desierto con todas sus manifestaciones le obstaculizó su libre tránsito. Libró tormentas de arena, soportó los ardorosos rayos del sol que a veces sofocó bajo la débil sombra de alguna palmera y evitó al escorpión y la cobra, siempre amenazantes con inyectar su esencia ponzoñosa en su tersa piel. Las dunas, caprichosas como son, mudaban las huellas por las que su instinto la regía. No fueron pocas las veces en las que con los labios agrietados por la escasez de agua su mente visualizó un sombroso oasis para calmar su sed. Todo en la vida tiene un precio, de eso estaba segura, y, aunque caro lo pagara, estaba convencida de cumplir su plan: decapitar al general Holofernes.

A punto de desfallecer al fin tuvo a la vista el campamento asirio. Se sorprendió de su grandeza: cientos de caballos, ovejas para su alimentación y miles de soldados reposando en ese momento. El cuerpo le comenzó a temblar, como si estuviera a punto de desistir a su misión, pero pronto la descubrió la guardia que hacía su ronda y la condujo ante el general Holofernes. El militar enmudeció frente a ella, cautivado por su belleza, ordenó que la asistieran; en pocos días la invitaría a su tienda.

Serían las dos de la madrugada, la luna llena plateaba al campamento. Los desalmados soldados parecían cachorros al lado de su madre durmiendo profundamente; al fin y al cabo, seres humanos, como cualquier otro. Después de meses de incertidumbre el momento esperado llegó, sólo se trataba de descargar con fuerza el acero contra el pecho de Holofernes. Su oportunidad de poseer a Judit se la había robado el exceso de vino ingerido antes de servirse del holocausto de caricias que frenéticamente ansiaba de aquella musa a la que esa noche había invitado a cenar.

Judit aspiró profundamente, la espalda se le ensanchó, sus piernas parecían un par de columnas bien cimentadas. Dejando escapar un grito descargó con fuerza el golpe mortal, pero antes de asentarlo giró la cintura y la espada únicamente cortó la almohada. Judit se arrodilló y, cubriéndose el rostro con ambas manos, dio rienda suelta a su llanto, arrepentida de haber intentado asesinar a aquel hombre y, al mismo tiempo, por no haberlo hecho.

Holofernes despertó y se le enfrió el cuerpo al comprender que había estado a punto de perder la vida a manos de la mujer que le provocara una gran pasión. Tomó la decisión de abandonar la campaña militar y dio libertad a sus soldados. Cuando amaneció resolvió regresar al palacio de Nabucodonosor. Holofernes sabía lo que le costaría esa debilidad y comprendió que cada paso que daba su caballo hacia el palacio lo alejaba de la vida y lo acercaba a la muerte. Texto de Rafael Rojas Colorado.

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx