Ars Scribendi

La chicharra

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Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

 

 

 

En el itinerario que nos conduce al escondite de los recuerdos, dulcemente apreciamos el juego de la chicharra, para el cual se requería de una bellota que se ponía a secar; posteriormente se le hacía un orificio en sus extremos. Con una lezna o alambre se limpiaba por dentro hasta dejarla completamente hueca. En la perforación inferior se le adaptaba un palito de entre diez y doce centímetros; éste se aseguraba con cera de abeja tenchalita o de campeche. El palito se enredaba con hilo del cero al que también se le untaba cera. Se acondicionaba una pequeña tablita en forma de rectángulo con un orificio en medio por el que se introducía el hilo que sobraba del ya enrollado en el rural juguetito. La chicharra se sujetaba con la mano izquierda y con la derecha se aplicaba cierta fuerza al jalar el hilo; entonces la chicharra volaba girando en el aire y silbando, su danza la continuaba rítmicamente en tierra. El silbido que emitía causaba alegría a su operador y a los que presenciaban la proeza.

Esas imágenes nos despiertan los espacios que albergamos en el alma quienes tuvimos la fortuna de practicar el juego de la chicharra. El volver a escuchar en la distancia el silbido de esa bellota, fruto de los encinos, bailando a gran velocidad sobre la tierra  nos abre otros espacios que bien podríamos denominar –por qué no– poéticos: nos lleva al viejo barrio al que el tiempo ha engullido, pero que en el fondo de nuestro ser se mantiene vivo, con sus casas de tablas y techados de tejas y algunas huellas carcomidas de mampostería; al brasero de la abuela o al rostro de aquellos amigos con los que compartimos las travesuras y alegrías que el tiempo es incapaz de borrar.

El juego de la chicharra nos obligó a penetrar en el monte buscando los robustos árboles de encino. Casi nos era imposible trepar en ellos y nos conformábamos con buscar las mejores bellotas que estaban esparcidas en esa alfombra de hojas que ya sin vida y secas cubrían la tierra. Esos aromas vegetales aún los respiramos porque jamás se han difuminado de nuestra evocación. Es posible que la chicharra bailara al compás de su propio adagio musical y, al hacerlo, provocaba sensaciones y emociones sumamente gratas en nuestro espíritu infantil.

Son nostálgicos aquellos pasajes de nuestra existencia que aún nos sonríen y nos llaman, pero que ya no podemos regresar físicamente. Sólo la añoranza nos convoca a deambular en el andén del recuerdo y lo recorremos palmo a palmo situándonos en aquel ayer que alimentó de dicha, fantasía y felicidad esa maravillosa etapa de nuestra vida.

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