LA FIEBRE
Rafael Rojas Colorado
Rafaelrojascoloradoyahoo.com.mx
Amanda, escasos diez años de edad, vivía con sus padres al final del barrio de paso ancho. Su casa estaba cerca del camino que conduce a la finca del equimite. Esas veredas hasta la fecha forman una y griega con la senda que lleva a la colonia Cuauhtémoc.
Desde la serranía serpenteando con melodioso murmullo las aguas del río Suchiapan, van mojando las raíces nacientes en sus orillas, haciendo más fecundas las hayas, hierbas, y árboles que adornaban y sombreaban su paso por las besanas de las fincas de café de la bola de oro.
Amanda, con frecuencia, cuando la tarde pardeaba iba a un pequeño remanso que se formaba cerca de un improvisado puente de madera, el lugar era conocido con el nombre del vadito, allí llenaba las cubetas de agua cristalina para el aseo de los trastes y para el baño del cuerpo, en ocasiones, se acompañaba de alguna amiga, pero regularmente esa tarea ordenada por su madre, la efectuaba sola y con suma obediencia.
Cierta ocasión fue al remanso redondeando las ocho de la noche, nadie la acompañaba más que el soplo de un aire helado que doblaba delicadamente las hojas de las matas de plátano y de los árboles. La luz blanca de la luna llena bañaba de plata las hermosas besanas. El blanco resplandor se esparcía sobre la fría superficie del río.
Amanda, acostumbrada al paraje que esa noche parecía teñirse de presagio, con la tranquilidad de siempre, llegó a dicho lugar. Pensaba cumplir su tarea lo más pronto posible para regresar a seguir jugando con sus amigas a las escondidas, al can can o las corres (distracciones infantiles de aquel ayer). Sin quitarse las chanclas y con una cubeta en la mano derecha caminó río adentro hasta llegar al lugar en que la corriente le rozaba las rodillas; el remanso estaba convertido en un enorme espejo en aquella plateada noche que poco a poco iba a avanzando. Por un momento sintió la sensación de habitar un lugar encantado y, extasiada, miraba su rostro y parte de su cuerpo ondularse con suavidad en las cristalinas aguas que parecían no llevar demasiada prisa, su niñez que muy pronto la abandonaría y esa noche experimentó el embrujo producido por la blanca alfombra que envolvía armoniosamente el singular paraje.
Su mirada continuaba fija mirando la superficie del agua, hasta el momento en que se desconcentró inclinándose un poco para llenar la cubeta del líquido vital, fue precisamente en ese instante cuando descubrió reflejada en el agua la sombra de un charro que daba la impresión de estar atrás de ella, el miedo se apoderó de su ser y exclamó, ¡Dios mío, el fraile, ayúdame!
Amanda enmudeció por completo, cerró los ojos, se le erizó la piel y aunque deseaba correr con todas las fuerzas de su niñez, ningún musculo le respondió, estaba totalmente paralizada de terror.
Pasaron varios minutos, de pronto, sintió la presencia del salvador, y se animó a abrir los ojos descubriendo que estaba acostada en la cama y su madre susurraba, aún no se le pasa la fiebre.