Especial

La primera vez

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Eva Pérez Chávez

 

Hacía mucho calor, Sandra y Lucio ya tenían permiso de sus papás para ir al rio. Durante las vacaciones, mientras se preparaban para presentar el examen de admisión al bachillerato, bien podían hacer un paréntesis en el estudio para ir a darse un chapuzón. Los padres de los chicos eran amigos. Seguido hacían reuniones con otras parejas y con sus críos.

Como era un pueblo grande, sin la categoría de cuidad, muchas personas se conocían. Los chicos desde el jardín de niños habían sido compañeros, y se convirtieron en amigos inseparables. Sandra era una bella joven que pronto cumpliría quince años. Los dos amigos, Javi y Lucio, estaban prendados de ella, pero ninguno lo decía, por no molestar al otro.

Sandra inteligente, despierta, coqueta y segura de sí misma, jugaba con ellos. A veces coqueteaba con  Lucio, un chico alto, de fuertes piernas, a causa del fútbol y la bicicleta. Javi, de menor estatura, aunque más alto que Sandra, era deportista, y ayudaba mucho a su papá en la tienda de la familia. Se notaba sus músculos fuertes, su espalda ancha y su abdomen liso y marcado.

Ese día, Sandra ya estaba preparada con su mini short, tenis, y una playera entallada, que mostraba un busto grande y firme, para una chica de su edad. Lucio pasó por ella en su bici, se subió con su mochila en la espalda; y tomándolo del talle se dirigieron a casa de Javi, quien al verlos de lejos, salió corriendo con su mochila, y gritando —Adiós, mamá.

Reían y bromeaban porque Javi iba caminando a medio camino. Lucio le dijo que subiera a la bici, y que él iría a pie. Cuando Javi sintió el cuerpo tibio de Sandra, su busto pegado a su espalda, y sus manos tocando su pecho; sintió escalofríos, ansiedad, pasión, deseo, y excitación; más iba feliz. A lo lejos ya se veía el rio. Él hubiese deseado que faltara mucho. Emocionado bajó de la bici y pensó “que bueno que me puse estas bermudas que me quedan grandes, ja, ja”. Acomodaron la bicicleta, colgaron sus mochilas a la sombra del árbol, y se metieron a nadar.

Después de un buen rato salieron, bromearon, se corretearon, jugaron y al fin comieron. Después, Lucio se recostó en un árbol, junto a su bici, cerró los ojos, y se quedó dormido. Javi se acercó a Sandra y jugueteo con su cabello. Le dijo al oído “Vamos a la cueva de los enamorados”. Ella lo miró con viveza, veía en los ojos el deseo que consumía a Javi. “No eres tú el único”, pensó Sandra, y tomándolo de la mano se levantó de un salto y emprendieron la subida.

La cueva estaba en lo alto del cerro, desviándose del camino como cien metros, y tras unos árboles frondosos que bloqueaban la entrada. Tomados de la mano entraron, se sentaron, se besaron y se acariciaron. Lentamente Javi le quitó la playera y el sostén. Él se arrojó su playera. Las caricias, cada vez más ardientes, bloquearon sus sentidos. Se murmuraban frases de amor y al fin la hizo suya.

El tiempo se detuvo. Dos, tres, cuatro veces gozaron de esa entrega, hasta que al fin, cansados, sudorosos y laxos, se quedaron dormidos. Cuando Lucio despertó ya obscurecía. Gritó —Sandra, Javi—. Nada. Corrió a los alrededores. Vio las mochilas y guardó todo. Tenía miedo. No sabía qué había pasado con sus amigos.

Pedaleando lo más rápido que pudo llegó a su casa. Sus papás ya estaban preocupados. También estaban ahí los papás de Sandra y algunos amigos. Lucio platicó lo último que recordaba. Quienes tenían linternas las tomaron. Ordenaron a los chicos que se fueran a su casa, por si recibían alguna noticia.

Las tres parejas se dirigieron al rio. Había luna llena. Pronto llegaron. Efectivamente, como dijo Lucio, no se veía nada fuera de lo común. El papá de Sandra preguntó: — ¿Subimos a la cueva?—. <<¡Claro!>> dijeron al unirse los demás. Llegaron a los arboles con dificultad. Todos conocían la cueva. Se aproximaron a la entrada. Alumbraron al interior. Estaban dormidos, los cuerpos de Javi y Sandra se encontraban entrelazados. El papá le gritó —¡Sandra! ¡Hija de tu reverenda madre! ¿Qué haces?—.

Los jóvenes levantaron sus rostros asustados. Las linternas no les permitían ver, pero oían las voces de sus papás —¡Qué barbaridad! ¿Esto es una locura?—. Sandra se puso la ropa lo más rápido que pudo y Lucio también. El papa de Sandra lo tomó por los hombros, ya le iba a pegar, cuando escuchó la voz de su esposa —¡Detente! Ven—. Y llevándolo hacia los arboles le dijo —Amor, déjalos, es su primera vez. ¿Te acuerdas de la nuestra?

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