Maternidades cotidianas
Maternidades cotidianas
Por Yuzzel Alcántara Ceballos
Hacer gemir las
entrañas, que duela en el vientre el dolor que otro siente. Hacerlas temblar de
felicidad, que el temblor sea el fósforo de la alegría que otro siente. Que nos
cimbre su estar bien. Que recorra un sismo nuestra carne, uno que afloje un
poco la virilidad de la carne en el mundo. Que sean trepidatorias: las
sacudidas, las inquietudes y las inconformidades que trae consigo todo ser
extraño: el diferente. Amarlas porque sí, porque la vida de otro se ama porque
sí. Cuidarlas, hacer que sucedan, dejarse ser sacudido, inconformado,
cuestionado porque ser siempre lo mismo, el mismo yo de siempre (poseedor de la
verdad, el bien y la razón) frena el proceso mismo de gestación. Es querer
aplastar el ritmo propio de la vida rumbo a ser alumbrada. Para que nazca un
otro, es preciso que antes uno mismo haya sido ese otro y para ese otro. Uno no come para sí, come los antojos de otro y para
nutrir a ese extraño otro. El cuerpo deja de ser propio, es para otro. Para
abrigar su fragilidad: el vientre hinchado, para alimentar su hambre: la sangre
propia fluyendo por un hilo de carne. Ser para otro y no antes que otro.
Hay maternidades así, muy cotidianas. En las que el poder político no es un
poder violentar, un poder arrebatar, sino un poder temblar, un poder nutrir.
Cómo temblar, cómo dejar que las entrañas giman y ser sacudido, esa es la
cuestión política. Que nuestros cuerpos dejen de ser nuestros y se sismen ante
el hambre de otro, de otros, de muchos otros. Como magma, como enfermedad, como
antojo, como náusea, como diálogo infinito, dejar que los otros habiten en
nosotros y nos hagan temblar, sacudir, enfermar, inquietar. Que nuestros
cuerpos envejezcan y se arruguen porque han cuidado de otro a expensas de sí.
Ser y existir para que nunca le falte el pan de cada día a ningún otro.
Pienso en una democracia así. Tan parecida a la maternidad. Casi iguales.
No, corrijo. Indistinguibles.