Especial

Meme

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Juan  A. Morales.

 

En diciembre la soledad se siente en el llano porque anochece rápido y el camino se alarga. Tras los nubarrones se esconde apenada la luna en menguante y deja ver unos luceros que titilan con desgano. De vez en cuando alguna alimaña huye entre las pencas resecas de los magueyes, y el viento que corre dibuja costillas en el camino como si fueran vibradores. Doña Hermelinda, Herme, Linda o Meme, es la solitaria anciana que tropieza con un guijarro y levanta la batea que se ladea para reacomodar la toalla, que enroscada en su cabeza mitiga el dolor que le produce el peso de las dos arrobas de maíz que lleva envueltas en una sábana. Mientras camina las dos leguas que separan a Perote de Loma Larga, la centenaria mujer hace el recuento de los tiempos que le ha tocado vivir; en eso ve caer un lucero.

Durante el ritual de andar y desandar este camino polvoso, el viento frío recorre los surcos que el tiempo labró en su rostro, y ella reflexiona en los problemas de sus hijos, que tienen por costumbre acudir a su casa en busca de consejo sobre el ciclo agrícola o sobre la manera de gobernar al pueblo, porque sin alharaca, a través de ellos, doña Herme gobierna el pueblo desde hace muchos años. Cada año sus hijos se ocupan de los encargos civiles y religiosos; y solamente María del Consuelo, su única hija, no participa de la vida del poblado porque enclaustrada evita comprometer a sus hermanos ante sus pretendientes, y hay uno al que ya ofreció su corazón.

Otro tropiezo en el camino y doña Linda avizora una mojonera, entonces reza por las ánimas de los paisanos que ahí murieron, cuando un grupo de “pelones”, perdidos en un denso banco de niebla, enfrentaron a los reclutadores cristeros, quienes al grito de ¡Viva Cristo Rey! echaron bala sin ton ni son, porque nunca vieron al enemigo. Como los militantes de los dos ejércitos fueron enganchados por la leva, las bajas de ambos bandos, resultaron ser parientes cercanos — ¡Estos pendejos matándose —piensa doña Meme— y los de arriba tragando del mismo plato! Levanta la vista y ve arder otro lucero en su precipitada caída.

Al pasar la Vigía alta escucha el chiflón que silva entre el vallado de la nopalera que linda el camino, y redobla la marcha como si tuviera treinta años menos — ¡Carajo! —Suele decir a sus nueras— Parece que van pisando espinas ¡Apúrense!—. Camina y reza, reza y rememora: un hecho extraordinario marcó su vida, pero nunca alude al fenómeno celeste porque va aparejado a recuerdos ingratos. En su caída otro lucero dibuja una línea refulgente en el firmamento y concluye que ha visto dos lluvias de estrellas: la primera, cuando cumplió quince años. La ilusión de hacer una fiesta estaba reservada solamente para los caciques, y mientras anhelaba tener una, la amanecida la sorprendió camino al molino. El recuerdo es tan vívido como si ocurriera hoy: había caído una helada negra y escuchaba la tierra congelada y reseca crujir bajo sus zapatos, pero también el ronroneo del molino de nixtamal y el trote de un jamelgo mulato. Vio entonces una sombra encapotada —No columbro al jinete— pensó y al volver sobre sus pasos pisó un hoyo de tuza, soltó la cubeta de nixtamal que llevaba sobre la cabeza, y los granos del nixcómil se esparcieron sobre la tierra como estrellas en el firmamento.

El hombre la subió en ancas y huyó hacia el Malpaís. A Hermelinda se le alborotó el corazón. No gritó, no habló; pero al abrazar al hombre por la espalda, su olor a Jabón de pan, y el insipiente sudor a hombre de campo, le dio la certeza que era su novio. Meme vio caer los primeros luceros, y cuando cayeron los últimos, su madre descubrió en el camino, que el penco dibujó en la cubeta de lámina galvanizada dos de sus cascos. Su madre no le perdonó la complicidad, pero siempre fue así. Su bisabuela, su abuela y su propia madre fueron raptadas. En el Rancho ninguna mujer ve cumplir sus sueños, ni cuenta los años por sus logros, sino por los hijos paridos, por las mujeres que raptan sus hijos, por los nietos que nacen y por los muertos que se suceden más rápido que los nacimientos. Piensa en sus difuntos y ora.

Otro lucero entra a la atmósfera y doña Meme acaricia el artesón liso, suave y gris de tanta jabonadura. Por sus manos pasaron varias bateas, ésta última es de roble; y es tan vieja que las ranuras donde talla la ropa se desdibujaron porque los surcos cedieron a las poderosas manos de doña “Herme”. A pesar de lo vieja que es su artesa no quiso dejarla en Perote. Ya es suficiente que su artefacto viviera por veinte años en la casa grande. La batea será para la hija de María del Consuelo.

Otra luz azul verdosa cruza el horizonte, y mientras pide un deseo, descansa en el suelo,  el morral con el “chito” y el recaudo para la comida de mañana. Optimista toma un respiro muy largo y canturrea, como quien se sabe a mano con la vida —Soy Capitán primero, el más valiente del batallón… Ay, ay, ay, mi querido capitán—. Ve a todos lados, como si alguien pudiera verla en la oscuridad del camino, y reanuda la marcha pensando en la Gatita Blanca. En la María Conesa que cantaba dentro de la primera Radio de pila seca que llegó a Loma Larga.

Llega a Loma Larga y la noche se torna fría. Pasa frente a la ermita de la Cruz y ve encendida una veladora. Su hijo mayor, que de tan viejo parece ser su hermano, cumplió con su deber de mayordomo, al dejar una luz para los fieles difuntos. —Es buen cristiano—. Piensa, suspira, y el aíre denso llena sus pulmones con resina de la enramada de pinos que cobijan el cruce del camino. Los perros salen a su encuentro, la rodean, menean la cola, les habla enérgica y los cuzcos la escoltan “tamañitos” a su hogar. Pasa frente a la casa de Consuelo y ve escapar por las rendijas la tenue luz del tecuil de la cocina y la adivina cenando con un aderezo de relatos de duendes y de aparecidos.

Ya en su casa prende una veladora al Señor de Jalacingo y nota que el humo del techo hizo una mancha negra en forma de estrella, y le llega un presagio que acelera su corazón. Prende el quinqué de petróleo y lo coloca en la mesa. Como la cocina está separada de la habitación cruza el patio y ve caer otro lucero; entonces recuerda la segunda lluvia de estrellas: María del Consuelo cumplía diecisiete años, y no había dado su brazo a torcer, pero un cacique casado y con hijos de la edad de Chelo llegó con un camión modelo 45, al que debían dar cran para que arrancara, de modo que evitó la escena de la manivela y dejó el motor encendido. Al ver a Chelo regresar con el pan y el requesón para la cena, la arrastró hasta el vehículo, huyó entre la milpa pero se le atascó el camión. Chelo escapó mientras el hombre corría para salvar el pellejo de los disparos ejidales del comisario y sus alguaciles; pero intempestivamente se soltó una tormenta y lo dejaron ir. Al día siguiente, entre las milpas, unos campesinos encontraron al malhechor fulminado por el primer rayo que anuncia los aguaceros de agosto. Desde entonces María del Consuelo se revistió de un halo de santidad.

En el corredor de su casa doña Hermelinda planta una silla de tul y se acomoda para dar un sorbo al jarro de café fuerte que le entibia las manos. Tiene clavada la vista en el firmamento. La caída de los luceros se intensifica. En la casa vecina la pequeña Hermelinda, hija única de María del Consuelo y fruto de su rapto, asoma a la ventana y ve caer un asteroide y sale a buscar a su abuela.

Doña Hermelinda da un trago largo y el café le llaga tibio a la boca del estómago. Disfruta el momento, da gracias a Dios por haber vivido tantos años sin ser inútil, y de sus manos resbala el jarro que busca acomodo a sus pies. Aspira fuerte y va cayendo en un profundo sueño del que ya no despertará. Los gritos de la pequeña le llegan en el último suspiro

—¡Abu. Abu Meme! Hay una lluvia de estrellas.

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