Mi acompañante
Juan A. Morales.
Mi acompañante es delgada y rubia, atada al cuello tiene una pañoleta verde como sus pupilas y está atenta a la pantalla que exhibirá una película espeluznante. —En la familia, le digo para conversar, todos sufrimos por lo mismo. Mi hermana no viaja en barco, el vaivén le causa estragos. A mi padre le desespera la multitud y no usa el metro, mi hermano Javier que es tan sociable, odia las manifestaciones, mítines o peregrinaciones y, yo tengo lo mío, si pudiera superarlo sería feliz. Ella sonríe —¿Tiene miedo al cine de terror… o las mujeres? —Pregunta discreta mientras sus barnizadas uñas suben y bajan haciendo ruiditos en su muslo embutido en seda blanca que terminan en una zapatilla de correas que muestra la brevedad de su pie y me prende. Barre con la mirada las demás butacas, me clava sus pupilas y tamborilea con sus dedos la poltrona cerca de mi rodilla —¿De verdad tienes miedo? —Me tutea para romper el hielo, lo niego pero sudo en exceso.
—Bueno, le explico, esto escapa a mi control, mi hermano Pepe, por ejemplo, jamás sube a un edificio si implica encerrarse en ese espacio siniestro para seis personas o 580 kilogramos de peso y, si entra al elevador a los cinco segundos le falta aire, a los diez le invade la opresión, a los quince lo derrite una súbita sudoración y afloja su corbata, se quita el reloj, frunce la nariz y reconoce el aroma de cada señora. Sabe identificar la loción astringente, la crema para después del baño, la mixtura para antes de dormir, el bálsamo para hacer el amor o la esencia para conquistar, además agrupa los olores en: malos para la salud, terribles para su alergia y tolerables para la oficina; por eso siempre regala a su secretaria el mismo perfume. Imagínese, clasificó el Wonderstruck como un aroma “mortal para el elevador”. Por eso sube por las escaleras y llega fresco y sonriente a su oficina.
Sus ojos de lagunas esconden bien sus cuarenta años y me hacen recordar a la chica de una película europea que vi en el Cine Regis, antes del sismo del 85. La muerte toca a la puerta ya que viene por una joven campesina, pero ella le suplica un día más de vida porque nunca ha amado. La parca le concede “veinticuatro horas de amor” y la chica corre por el campo poblado de girasoles en busca de algún pastor, un leñador, cualquier joven, como no encuentra a nadie regresa a su casa decepcionada pero al pasar por la escuela ve al Profesor Rural que despacha a sus alumnos, entonces corre para suplicarle <<Hazme el amor>>. El hombre solitario de unos cincuenta años y lleno de miedos acepta al enterarse que la chica morirá. Al día siguiente la hora llega puntual y la moza se entrega resignada, pero la muerte la rechaza enojada —No puedo llevarte, le dice, vine por una y, ahora son dos.
Por la mirada reposada sé que mi acompañante se conmovió con el relato, pero se lo conté para ocultar el fluir de la adrenalina que me sonroja, incrementa mi sudoración, hace que dé saltitos a mi ceja izquierda, se me erice la vellosidad de los brazos y sienta calosfríos. Deseo qué ya apaguen la luz. Ella me escudriña y me aterra su mirada pero trato de sobreponerme —Lo pensé mucho antes de venir —le digo para controlar mi desasosiego y saco de mi chaqueta una anforita para darle un buen trago al mezcal pero no logro controlarme— ¿qué película dan? —Y con tono burlón me informa <<Los supervivientes de los Andes>>, pienso que la cinta no es apropiada para mi estado de emocional pero qué voy a hacer, ya estoy aquí.
Como la veo interesada en mi plática me esfuerzo para simpatizarle e inicio otra anécdota. —A mi tía Genoveva le apasiona viajar, pero la velocidad le provoca vértigo, por eso pasea en tren. Una ocasión llegó temprano a la estación e identificó el vagón, acomodó su canasta con las viandas, porque viaja pertrechada para la guerra, tomó su pastilla para dormir, colocó su boleto en el marco metálico que señala el número de asiento para que no la molestaran mientras roncaba y se dispuso a soñar. Al despertar pensó que el lugar le parecía conocido y confirmó que era la estación de Xalapa, el vagón no completó sus pasajeros y no lo engancharon al tren!
La rubia nota mi sobresalto, toma mi mano helada, dice cosas para tranquilizarme pero es imposible controlar mis sacudidas. Doy otro trago al mezcal y le muestro mi anforita de acero inoxidable forrada y grabada en piel por un peletero de Naolinco y le explico: —los mexicanos nos burlamos de la muerte, mire, aquí dice “hay que morir borracho, para no sentir tan gacho”. Sonríe festiva mientras el desasosiego me mata —¿Cuándo apagarán la luz? —Le pregunto y por respuesta oprime mi mano —¿Qué otras películas exhiben? —Un poco sorprendida y con ironía me informa —El Vuelo 93 y Turbulencia. —¡Ni a cual irle! Sé que mi miedo es irracional y que debo descubrir la causa, analizo en voz alta, a mi hermano Pepe le vino el terror cuando era niño porque sus amigos lo encerraron en el ropero poco antes que llegaran de nadar las estudiantes que vivían con mi abuela y le encomendaron la misión de espiarlas para contarles con detalles lo que vio, pero ellas sospecharon la maniobra, cerraron el ropero con llave, se fueron e inició el suplicio para mi hermano que rompió la delgada pared de triplay y los menjunjes, perfumes, polvos y tintes se le vinieron encima, quedó embadurnado de afeites y seguramente por eso asocia los aromas con el encierro y el disgusto de las mujeres.
Por fin inicia la película, un avión militar uruguayo con el equipo de rugby del colegio Stella Maris despega rumbo a Santiago de Chile, una tormenta en las montañas le obliga a cambiar la ruta y el aparato se convulsiona, cruje su estructura metálica, el pavor se apodera de los pasajeros y un chirriar ensordecedor del metal y una ráfaga de nieve demuestran que se estrelló…
Mi acompañante deja escapar una sonrisa de socarrona satisfacción mientras yo hurgo en mi pasado y hablo para demostrarle que no tengo miedo. —Cuando era niña mi tía se volcó en el autobús que viajaba, la sacaron del barranco al día siguiente pero pasó la noche escuchando el alarido de los heridos atrapados entre fierros retorcidos, es lógico que le moleste la velocidad y los autobuses; pero no sé de dónde me viene este pánico, que gracias a usted mantengo a raya. —Descuide, me dice, ya todo pasó. Ve que ya apagaron la luz. Eso indica que puede desabrocharse el cinturón de seguridad. Por lo demás, no se preocupe, la línea aérea paga a las sobrecargos para identificar y auxiliar a los viajeros medrosos, en el momento crítico del aterrizaje. (Rokfort, Ill. Agosto de 1998.)