PEÑA Y EL ESTADO FALLIDO
Uriel Flores Aguayo
Teorías más o menos, purismo académico aparte, es urgente un diagnóstico directo, concreto y valiente sobre el estado en que se encuentra nuestro país, en sus condiciones sociales, económicas y políticas. La dinámica regresiva en que vamos, aun de deterioro acelerado de nuestra convivencia social y nuestras condiciones de vida, hace inaplazable, a riesgo de hundirnos en el caos, un diagnóstico realista y con consecuencias de renovación. Es sumamente complicado pero no hay otra alternativa, dado que es la máxima elite que nos metió en estos atolladeros la que debe tomar la iniciativa en una ruta distinta; con influencia externa pero sobre todo desde adentro debe replantearse el rumbo de México. El verdadero tamaño empresarial y de la clase política, especialmente del presidente de la República, se pone a prueba; no deben ni pueden seguir administrando los problemas o «nadando de a muertito», posponiendo las soluciones de fondo. Si no anteponen los intereses de las grandes mayorías pasarán a la historia como figuras intrascendentes y tendrán que asumir una enorme responsabilidad por haber dejado que se pudrieran nuestros conflictos y rezagos.
De inicio, como origen de todos nuestros males, nos agobia una desigualdad social insultante, triste y peligrosa; junto a ese factor tan vital tenemos una simulación democrática y un precario Estado de derecho. Son la base de un mal gobierno, disfuncional, poco representativo e ineficaz; un gobierno de autoconsumo que no resuelve y no cumple con funciones básicas, un auténtico embudo.
Tenemos algunos problemas que nos acercan a la definición de un Estado fallido, no en su concepción plena pero si de manera al menos parcial, con manifestaciones contundentes en algunas actividades gubernamentales, de territorio y población. De entrada no controlan íntegramente los presupuestos, siendo parte de un saqueo sistémico de los recursos públicos; sostienen un aparato excesivo, ocioso y caro; conviven en armonía con los poderes facticos, a los que no pocas veces sirven puntualmente; son extensión por actos o por omisiones de la delincuencia organizada; no ejercen autoridad sobre la frontera sur y reprimen en la frontera norte por supeditación al gobierno de los Estados Unidos; no tienen las riendas de los penales, donde las mafias imponen su ley; pierden veinte mil millones de pesos al año por fugas de combustible; toleran la existencia de grupos armados irregulares, abdicando de una de sus funciones básicas. Así podría seguir con una lista infinita, pero es suficiente para darnos una idea del pantano en que se encuentra México; lo peor es que no se reconoce esa realidad, se elude de manera demagógica y casi criminal.
Por la brutal irresponsabilidad de las elites, frívolas y derrochadoras, nuestro pueblo ha sufrido hambre, violencia y decepciones con las alternancias. Se puede seguir así a un costo mayor, posponiendo soluciones de fondo, o también, en un acto justiciero y de convicciones, se puede, más bien se debe, encarar con valor y convicción nuestra realidad. Para ello tienen que renunciar a ciertos privilegios, tienen que respetar a las mayorías y estar dispuestos, en elecciones libres, a soltar el control del país. Sólo de esa manera nuestro país tendría otro rumbo y otro destino. Seguir en lo mismo es condenarnos a la mediocridad, a la corrupción, a la violencia, a la hiriente desigualdad y a la desesperanza.
Sugiero algunos autores que han estudiado y definido a los estados fallidos: Simon Chesterman, Juan Gabriel Tokatlian, Susan Woodward, Robert Rotberg, Noam Chomsky, etcétera. Muchos de los elementos que ellos (as) han encontrado y desarrollado se localizan en la realidad mexicana. No tengo dudas de que vivimos en una especie de estado fallido, al menos por periodos y regiones, si eso es posible definirse así.
Recadito: Vamos al congreso estatal del Mopi el primero de marzo.