SÖREN KIERKEGAARD
SÖREN KIERKEGAARD
DE PERSONA A PERSONA
POR JUAN PABLO ROJAS TEXON
Pocos años después del bombardeo inglés
a Copenhague nacería allí mismo, el 5 de mayo de 1813, una de las figuras que
proyectó la luz de Dinamarca por toda Europa: Sören Kierkegaard, a cuya alma
podemos asomarnos a través de un grueso Diario que comenzó a escribir a los 21
años. Por él sabemos que tuvo una existencia ‘bifronte, como la del dios Jano:
con un rostro alegre y otro melancólico’, pues si bien era el hijo favorito de
su padre, también tuvo que padecer los estragos de su propia naturaleza
enfermiza y de la cada vez más frecuente cantilena familiar, según la cual las
faltas morales devienen en pecado y, el pecado, en castigo. Sin embargo, eso no
le impidió gozar, durante su juventud, los lujos de su posición acomodada: ropa
elegante, buena comida, buena bebida, teatros, cafeterías. Por entonces lo
único que importaba era derrochar, vivir sin obligaciones, vivir –como él dirá
más tarde– “poéticamente”, enajenado de la realidad.
El escollo de quien vive en el
esteticismo es que no pasa de ser un mero espectador de cuanto sucede en el
mundo, como aquel que ve correr el río desde la orilla y no entra en sus aguas;
participa de la fugacidad del instante al más puro estilo donjuanesco, mas no
asume el compromiso de zambullirse de una vez por todas en el torrente de la
entera temporalidad. Sólo el hombre que decide enfrentar las mareas del tiempo,
abandonando las distracciones frívolas para tomar las riendas de su existencia,
da el salto a la faceta ética; es en ella donde, volviendo la espalda a todo su
egoísmo estético, se abre responsablemente a los demás, como cónyuge, amigo,
familiar, trabajador…, cual héroe trágico que se sacrifica por su deber. Por
eso, para Kierkegaard, “lo ético es lo general y, en cuanto general, válido
para todos, válido en todo momento”.
Hegel ya había identificado “lo general”
con la esfera política-económica-social, donde todas las cosas cobran sentido,
porque, al relacionarse en ella unas con otras, trascienden las barreras del
aislamiento al que las confina su natural singularidad. Así, el individuo vale
por su familia; la familia, por la sociedad en que vive; y la sociedad, gracias
al Estado a que pertenece. Por separado, las primeras células carecen de valor;
lo único que las amalgama es el Estado. En consecuencia, “la vida de los
individuos dentro del Estado y sujetos a él es superior a la vida del individuo
en su soledad existencial” (V. S. Merchán).
Nada es para Kierkegaard tan escandaloso
y contrario a su vida como este enfoque. Que el individuo deba ser un
subordinado de “lo general” es simplemente inaceptable. Sabe bien que necesita
de esa esfera para despertar a la realidad, en tanto le hace comprender que
“nada es superior a lo que existe entre un hombre y otro”, pero eso no
significa que deba permanecer en ella para realizarse, acatando los mandatos
del Estado como si fueran un eco de lo absoluto. El único Absoluto es Dios y
para comulgar con Él es preciso despojarse de lo ético, “lo general”, para
elevarse, desde la propia individualidad, al estadio religioso, el estadio de
la fe.
A Kierkegaard no le basta el estadio
ético porque descansa en la razón y la razón –emblema de la filosofía– es
incapaz de hablarnos ‘de lo más grande que se puede poseer: la fe’. Abraham es
la clara muestra de esta grandeza: al haber estado dispuesto a sacrificar en
nombre de Dios lo más amado que tenía en vida y por quien tanto había esperado
–su hijo Isaac– dio testimonio de una infinita pasión que le puso en directa
relación con el Absoluto. Mientras la ética ve una inmoralidad, ¡un crimen
potencial!, en la absurda obediencia de
Abraham, la religión descubre un acto
superior de fe que suspende la ética de lo general en favor de la particular y
que se da, sin mediaciones, entre el individuo y el Dios del amor.
Convencido de que ‘nuestra época puede
ser feliz si tiene fe’, Kierkegaard pasó la mitad de su vida buscándola para
reconciliarse con su propia existencia; incluso rompió la única relación
sentimental seria que tuvo por considerarla una tentación que lo apartaba del
camino espiritual. No es casualidad que Heidegger lo reconozca el más grande
pensador religioso de su tiempo. De vida paradójica e intensa y “gran creador
de pistas falsas” a lo largo de su obra, este seductor danés ‘rescató la
existencia subjetiva de las redes del pensar abstracto y se empeñó en devolver
al cristianismo su autenticidad perdida’ (R. Larrañeta). Un día se desvaneció
en la calle para no levantarse jamás; murió sin recibir la comunión, pues sólo
la hubiese aceptado de un laico, nunca de un ministro de la Iglesia. Pero, eso
sí, le bastó menos de medio siglo para hallar una verdad por la cual vivir y
entregarlo todo: “sólo lo personal es real”.