Especial

Resaca

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Juan A. Morales.

 

Noventa días angustiosos transcurren intentando decirle a su madre que embarazó a su compañera Yocasta, que fue la tarde de ese viernes que doña Felicitas acudió al retiro espiritual en la abadía de San Lorenzo, y él le suplicó que no fuera. Ella pensó que tenía temor a quedarse solo; aunque en realidad él sospechaba que se su madre se encontraría con otro hombre —El miedo, dijo doña Fe, es síntoma de inmadurez—. Y sin querer lo humilló.

 

Yocasta sabía de ese viaje y llegó a las siete de la noche —Invítame a cenar y te caliento… las tortillas—. Ella es provocadora y alburera pero ni un beso le da. Al saber que doña Felicitas regresará el sábado por la tarde, le ordenó a Cándido Dionicio —Espérame, voy a mi casa por el postre y cenamos juntos—. No creyó que regresara y buscó una película de suspenso. Yocasta regresó una hora después y de su mochila asomó el champú —¿Para qué lo quieres?—. Y le aclaró con sorna —Para bañarme… bobo—. Era obvio para que era el tequila, los limones y las botanas que salieron de su mochila, como palomas de la chistera.

 

Modosita, colocó un mantel sobre el vidrio de la mesa, platos para dos y unas flores que cortó de las macetas. Sirvió en dos vasos el tequila, cortó los limones, expandió sal en un platito, hizo una ensalada con queso y sirvió la cecina que dejó preparada doña Fe. Opinó sobre la película de estreno y pasaron lista al zoológico de apodos de sus compañeros. Cuando el tequila se desparramó en sentimientos, llegaron puntuales las confesiones: la ausencia de don Plácido, padre de Cándido Dionicio, el posible amante de doña Fe; la prematura orfandad de Yocasta y la lucha de ella y su madre para trabajar las frutas y verduras en el puesto del mercado, el asedio de cargadores y mercaderes, así como el desarrollo de su habilidad para el albur, como método eficaz de autodefensa. A esa comunión sentimental acudieron las lágrimas. Una cosa les quedó claro: su afán por triunfar en la vida.

 

A pesar de las copas Cándido Dionicio se dio cuenta de lo tarde que era y pidió el postre para que Yocasta se fuera —No chiquito. Mi mamá sabe que me quedaré en casa de Sofía—. La vio incrédulo y con picardía la retó —¿Y el postre?— La chica hizo un devaneo —Te lo doy al ratito—. La charla y el tequila se prolongaron hasta que los infomerciales se apoderaron del televisor. Eligieron la cama de Doña Fe por amplia y cómoda. En un estado de somnolencia etílica iniciaron el cortejo con la excitación propia de la inexperiencia y nada de gozo.

 

Despertaron con el sol alto, se bañaron juntos y salieron de la mano hacia la escuela, ella a tercero y él a segundo de secundaria. Entró radiante al salón, estuvo inteligente en clase y al salir escapó de sus amigos. Esa semana tuvieron dos encuentros vertiginosos: el primero en su casa. Regresaron de la panadería, su madre estaba absorta en la telenovela y ellos disfrutaron de la cocina. La segunda fue en la casa de Sofía. Alicia, Maruca y Yocasta le ayudaron con la tarea e invitaron a Cándido Dionicio para deshacer el entuerto de la historia. Estaban en la sala-comedor y la mamá de Sofía les pidió que pasaran a la recámara para que Chofi se mediera su vestido de quince años. Las amigas colmaron de halagos a Sofía y ellos, desde la clandestinidad de las cortinas, criticaron el lila pálido del ajuar quinceañero. Provocadora Yocasta inició ese segundo encuentro furtivo. Quince días no se vieron. Un domingo en la noche Yocasta le habló por teléfono —Ven. Debemos aprovechar que no está mi mamá, para que tengamos calma—. Nada más verla supo que algo estaba mal y sintió que la adolescencia se le escurría del cuerpo. —Tengo retraso, le dijo, y soy muy puntual—.

 

Ya no pudo dormir. Despertaba a cualquier hora empapado en sudor. Los encuentros antes felices, pasaron a la desesperación y al odio. Discutieron, aventuraron ideas pero siempre llegaron al punto de partida. Le juró trabajar, dejar la escuela y ella le reprochó su inmadurez. A diario pidió dinero a su madre para comprar el periódico, sólo para convencerse de que no sabía hacer nada. Se encerraba horas en su recámara para llorar su amargura. Yocasta lo puso contra la pared: —Consígueme dinero, voy a hacerme un legrado—. Idea que bailó en la cabeza del muchacho por no estar de acuerdo. Al fin la chica decidió enfrentar sola el problema.

 

Él soñaba con el bebé, buscaba nombres, lo veía en sueños, deseaba criarlo. En el sueño decía —No lo dejaré como me dejó mi padre—. Anhelaba que regresara don Plácido para decirle que lo iba a hacer abuelo, pero decírselo a su mamá sería tanto como matarla del enojo. La relación con Yocasta se tornó difícil —Voy a hacer algo que no te va a gustar—. Varios días no supo de ella. A dos meses del primer encuentro lo llamó su amigo Joaquín. Doña fe se enojó por lo tarde que era y molesta le pasó la bocina a su hijo. —Amor. Resolveré el problema. Ya no sufras y olvídame—.

 

El domingo en la noche que su madre fue a misa sonó el teléfono y contestó angustiado. Era su padre para decirle que ya no volvería. Colgó molesto. Aun  no llegaba a su cama, cuando sonó otra vez el teléfono. Era Yocasta —No hables. Escucha: voy a casarme con un vago sin oficio ni beneficio que me acepta embarazada. Su padre era amigo de mi papá y dice que siempre quisieron ser compadres.

 

El chico tomó una rápida decisión. Ató a una viga del techo dos corbatas de su padre, colocó una mesa y sobre ella un banco. Como las corbatas fueron insuficientes para hacer un nudo corredizo, las amarró al cuello. Dio una patada al banco y cuando perdía el equilibrio se agarró con ambas manos de las corbatas. Se balanceó en el aíre. Su rostro se amorató, la asfixia le llegaba y la lengua se le pegó al paladar. Un reflujo amargo y espumoso le llenó la boca y deseaba tomar agua, mucha agua. No podía salivar, ni emitir sonidos. La corbata se le enterró al cuello tanto como en la viga y le cayeron en los ojos desechos de las polillas. Lo cegó la oscuridad, y hasta allá, una luz mediocre asomaba. La viga cedió al peso y cayó. En la repisa se volcó la veladora y ardió el mantel. Un calor terrible emanaba de su estómago y quedó inconsciente, justo cuando llegó su madre para retirarle la soga, percibió el perfume que doña Fe acostumbra untarse entre los senos. Deseaba sofocar el fuego que salía de su reseca garganta. Reaccionó cuando le cayó un vaso de agua en la cara. Entreabrió los ojos y creyó ver a Yocasta —Levántate holgazán, debemos ir a la escuela—. Cándido Dionicio se incorporó para retirar de su rostro los desechos de las polillas. La chica que en la mano tenía el perfume de doña Fe, le ordenó —Pásame el sostén que tienes enredado en el cuello. Y apúrate, que a tu mamá se le puede ocurrir llegar antes—. Abrió los ojos muy grandes para estudiar a su novia —¿Qué pasó anoche?—. Ella le enseñó el paquetito del preservativo sin abrir —Pues nada. Con tanto Tequila te quedaste dormido.

 

 

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