De Persona a Persona

Blaise Pascal

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POR JUAN PABLO ROJAS TEXON

 

 

 

La noche del 23 al 24 de noviembre de 1654 Blaise Pascal participó de una visión religiosa que produjo un cambio en su vida; fue una experiencia tan honda que le hizo ‘olvidarse del mundo y de todo, excepto de Dios’. Pascal no dijo nunca a nadie lo que había vivido durante las dos horas aproximadas que corrieron de las diez y media de la noche del lunes a las doce y media del martes, pero sabemos de ello por un pergamino que él mismo copió a modo de registro. Este pergamino, producto de un primer borrador, apenas legible, que Pascal escribió con su puño y letra luego de aquel trance, fue hallado por un sirviente a pocos días de su fallecimiento, oculto en el dobladillo de la manga de una chaqueta; o sea que los últimos años de su vida Pascal llevó aquellas hojas, testimonio de la revelación, cosidas a su cuerpo.

El Memorial –como se conoce dicho pergamino– inicia con estas palabras: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios”. Así también inicia, de manera explícita, la distinción entre el Dios de la fe, vivo y personal, y el Dios de los filósofos, meramente especulativo. Porque Pascal, hombre de ciencia, geómetra ilustre, comprendió, pleno de gozo, ‘cuán distinta es la irrupción en la realidad del Dios verdadero en comparación con lo que la matemática, por ejemplo, sabía decir sobre Él’ (Ratzinger); el suyo fue un ‘encuentro con el Dios que es la respuesta viva a la pregunta abierta de ese ser-hombre, el Dios de gracia en Jesucristo’ (Ibi). Desde entonces toma la decisión de abocarse por completo a Dios, y es en tal sentido que han de leerse sus famosos Pensamientos: como una apología del cristianismo.

Los Pensamientos constituyen el trabajo inconcluso –acaso el más conocido– de los últimos años de la vida de Pascal. Se trata de una serie de fragmentos, la mayoría cortos, escritos en las más diversas formas y plagados de los más variados temas. A su muerte “se los encontró todos juntos, cosidos en diversos legajos, pero sin ningún orden ni ilación alguna” (É. Périer), y las múltiples ediciones posteriores no han logrado suplir al día de hoy ese vacío lógico que sólo el autor hubiera llenado en su obra. Pero un fragmento arroja una luz sobre las posibles líneas esenciales del proyecto apologético de Pascal: “I. Miseria del hombre sin dios. II. Felicidad del hombre con Dios” (L. 6). En efecto, pretendía ‘cuestionar las certezas del incrédulo hasta reducir su impotencia para creer en lo que no comprende, animarlo a no cerrar las puertas a la trascendencia de Dios’ (A. V. Ezcurra) y dar así un sentido a su vida. Por eso escribe: “Para hacer de un hombre un santo es necesario que sea por la gracia, y el que lo duda no sabe lo que es santo ni lo que es hombre” (L. 869).

Tampoco debe olvidarse que dos célebres filosofías de entonces eran el estoicismo y el escepticismo y que los Pensamientos bien pueden leerse como un intento de superación de ambas, ya que mientras el estoico supone con soberbia que el hombre puede adquirir todas las virtudes y dominar racionalmente todas las pasiones, como si de un santo se tratara, el escéptico insiste en los límites humanos, en sus flaquezas, haciendo del individuo un ser frágil y mundano. Así, la debilidad de tales posturas radica en su autonomía racional, que no les deja entender lo que Pascal vivió desde el corazón: que la verdad “consiste en sentir la dependencia de Dios en lo más profundo del ser” (A. V. Ezcurra).

Nacido en Clermont, Francia, en el seno de una familia de amplia cultura, Blaise Pascal tuvo una educación privilegiada gracias a su padre. Poseedor de una mente precoz, resolvió problemas de geometría a muy temprana edad y construyó una de las primeras calculadoras, lo que le valió la admiración de grandes pensadores como R. Descartes. Para E. Mounier, su grandeza radica en haber sido consciente, como científico, de los límites de la razón e inquietarse por ir más allá. Hacia el final de su vida donó a los pobres todas las ganancias de uno de sus negocios y parte de su fortuna a los hospitales de París. Víctima de la enfermedad, este cristiano ejemplar fallece el 19 de agosto de 1662, a sus treinta y nueve años. Murió con la tranquilidad de un niño. Sus últimas palabras fueron: “¡Que Dios no me abandone jamás!”.

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