El último adiós
Rafael Rojas Colorado
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El único acceso al pueblo de Juchique era un puente colgante rodeado de verdosas y elevadas montañas. Llegamos con mi familia justos en el tiempo. El cuerpo inerte de mi progenitor ya reposaba en el ataúd. A través del cristal se traslucía un rostro tranquilo, plácido, acompañado de cierta palidez, pero aún conservaba la naturalidad de sus rasgos que delineaban su tez. Ahí, ante él, con lágrimas en los ojos me pregunté: “¿qué es la vida?” Ese fugaz destello de luz lo abandonó por completo, alejando su conciencia del existir.
Fue imposible evitar que mis recuerdos divagaran por lejanos y diversos pasajes de mi infancia, acercándome alegrías y juegos, días de pesca en arroyos cristalinos, entusiastas gritos vitoreando cuando subían al ring el Santo y el Cavernario Galindo, o sentados en una butaca del cine admirando la aventuras de Gastón Santos y las de Tony Aguilar “El Rayo Justiciero”. Todas estas vivencias gradualmente se fueron quedando dormidas en la estatura de mi adolescencia y más tarde en la edad madura. Y ahora caprichosamente asomaban frente a ese cuerpo ya carente de calidez que parecía expresar gratitud hacia la vida; tal vez porque la misma le concedió la oportunidad de conocerla. La vida llega y se va; cierto es que sólo la conforma un instante y estos son volátiles.
Espontáneamente escuché los acordes de las guitarras de un trío que se posaron frente al ataúd y comenzaron a entonar melodías que fueron del agrado del difunto, y hasta las mismas flores que rodeaban el ataúd desfloraban algunos de sus pétalos como si amargamente lloraran por esta irreparable pérdida. Era una atmósfera de tristeza, dolor y lágrimas de mis hermanas y de la gente del pueblo que rendían tributo a la grata amistad que en vida los entrelazó con don Porfirio. Los poemas musicales seguían fluyendo de las voces de los trovadores.
En los versos de estas tristes coplas vislumbré los pasajes de la vida de mi padre: amores, desengaños, pasiones y dolores. A través de las canciones él solía desahogar los sentimientos y emociones que le quemaban el alma en la inmensa soledad de ciertas circunstancias. Todo lo contenía dentro de su ser y escasos amigos sirvieron de hombro para mitigar las penas que atormentaban sus hondos silencios.
Las canciones aprisionaban épocas que alguna huella le dejaron en el alma y, al escucharlas en vida, le acercaban vivencias; algunas revestidas de dolor, otras de alegría, pero a ninguna le era posible regresar, sino a través de los melódicos versos acompasados por las cuerdas de las guitarras, desflorando los recuerdos que no puede perder el pasado.
Don Porfirio transitó con decisión por el camino que su destino le trazó, llegando a la tierra del cerro Escuingo a sembrar sus sueños y esperanzas hasta que el tiempo lo venció para descansar en las entrañas de este pintoresco pueblo cuyo nombre, traducido del náhuatl, significa ”en una flor”.