Ars Scribendi

María Enriqueta Vive

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Rafael Rojas Colorado

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx

 

En ese intento de sumar mi voz al rescate de nuestra poetisa María Enriqueta, me congratula, al menos, expresar su nombre. Sea esta acción una pequeña semilla que despierte el interés y germine en una de esas inquietas mentes que abundan en nuestra región, para que plenamente la haga florecer.

María Enriqueta es la poetisa que le canta a la vida. Sus versos son la llama que arde en la expresión más pura del amor a la vida. En cada uno de sus poemas se percibe el susurro de su voz, guiando a quien se adentre en su pensamiento, por exquisitos parajes perfumados de sentimientos y evocaciones. María Enriqueta soñó con otros horizontes y un buen día las puertas de su patria se abrieron para dejarla volar con las alas de una gaviota sobre el inmenso océano. El destino le trazaba su itinerario por orografías europeas. En esa fantástica aventura no todo fue dicha y felicidad; las tribulaciones la perturbaron por todas partes. En ese mar de incertidumbres y angustias encontró espacios para escapar de las amarguras; su prosa y poesía fueron las ventanas por las que dejó fugar los sentimientos, la inspiración y la nostalgia, fieles acompañantes de toda su vida.

Retrocediendo a los albores de su vida nace en la Villa Coatepecana, un 19 de enero de 1872, en el seno del centro histórico. Fue registrada con los nombres de María Enriqueta Guadalupe Concepción Canuta, costumbres de aquellas nostálgicas épocas. Solamente siete años vivió en la tierra natal. Una anécdota del tiempo de las ensoñaciones de la inocencia infantil cuenta que “con su hermano Polo, antes de partir a México, atraparon unas mariposas, pensando que mientras estuvieran vivas ambos regresarían al pueblo; sin embargo, las mariposas murieron, como un presagio que les anunciaba que no volverían jamás a su tierra”.

Siendo aún residente en México, mucho antes de partir al viejo mundo, María Enriqueta solía visitar Coatepec. Si algo predominaba en la región en esos años fue la exuberante vegetación adornada de bellos parajes; éstos fueron recreos predilectos de la escritora. Sus oscuros ojos se extasiaban en las fincas de El Trianón, la finca Hidalgo, La Orduña, con su túnel producido por el espeso ramaje de los árboles de laurel y de la India, y los cristalinos ríos. Gustaba visitar el singular paseo del Puente de la granja, un jardín aromatizado de belleza y encanto; los visitantes de dicho paraje dejaban su firma en una libreta que controlaba don Alfredo Quiroz. María Enriqueta plasmó la suya en esos registros. En esos entornos naturales nutría su sensibilidad compañera de toda su vida.

En esa prometedora senda que inicia en el océano para arraigarse en Bélgica, muy pronto se tiño de gris: primero por la muerte de su madre en Bruselas, luego por los conflictos bélicos, tanto la invasión alemana a Bruselas en la Primera Guerra Mundial como el conflicto revolucionario en México, el cual la dejó prácticamente incomunicada con su patria. Junto con sus esposo se exiliaron por dos años en Lausana y, finalmente, en España, donde muere su hermano y, años después, su esposo. Desde ese momento la acompañaría la soledad.

Su producción literaria fue prolífera: poemas, cuentos, relatos y novelas conforman el alma de su obra, que es un testamento intelectual que heredó a la humanidad.

Su estancia en Madrid fue angustiosa al perder a sus seres amados; sumado a ello, Madrid estaba cuasi destruida pues, aunque España no participó directamente en la Segunda Guerra Mundial, había sufrido los estragos de la guerra civil. Para sobrevivir se convirtió en traductora de libros y escritora profesional. Observando la realidad, avivando los sentimientos y las emociones estructuró sus recursos literarios, bálsamos que le reconfortaban el espíritu. A esas alturas María Enriqueta estaba en la cúspide literaria. Sería, pues, su novela “El Secreto” la obra que la consagraría definitivamente, pasando a ser reconocida por los intelectuales de la época, con muchos de los cuales tenía tiempo de convivir. Por ellos fue alabada, sus trabajos literarios fueron el holocausto del significativo ritual que le ofrendaron aquellos.

Mientras estuvo en Europa mantuvo activa correspondencia con diversas personas, entre las que figuran familiares y amigos como el doctor Rafael Sánchez Altamirano, María Hernández Vela y Margarita Jácome, a quien llegó a estimar sobremanera y dedicar el poema “Adivinaste corazón”.

La felicidad debió acompañarle cuando en Madrid recibió la visita de un entrañable paisano en su Villa de las Acacias; fue el año 1936 cuando la saludó don Dionisio Pérez Romera, sin duda un emotivo momento en la que traslucía en la persona de don Dionisio a su añorado Coatepec.

En 1948 retorna a su patria. Después de instalarse en su casa de la ciudad de México, en la calle Ciprés de la Colonia María de la Ribera, atiende una invitación a Coatepec. Para entonces los años la han marchitado, la vejez ocupa el cuerpo de aquel resplandor que poco a poco se fue apagando en Europa. Pero eso no importa. María Enriqueta desea con todas sus fuerzas hacer suyas aquellas emociones que experimentó, cuando a través de una carta le informan  que le otorgan la distinción de Hija Predilecta de Coatepec y más tarde se le erigía un Obelisco en su nombre. Estas emociones estaban vivas, ella siente el ardoroso calor humano que la recibía con suma alegría. Un Tadeo en San Jerónimo, el mismo templo en el que fue bautizada. Es probable que recordara su poema “Claroscuro”; sí, esa evocación de la luz primera y las sombras de la noche que ya le acompañaban en su existir, es la vida y la muerte; esta última empezaba a acecharla muy de cerca.

En evento social de ese ayer coronó a la corte real en el Teatro-Cine Imperial. Posteriormente, en su honor se sirvió un banquete en El Casino Coatepecano, junto a la casa que hoy funge como Museo de María Enriqueta. En 1955 retorna a Coatepec  por última vez. Grandes amistades la agasajaron en la casa del doctor Sánchez. Implícitamente soplaba ese síntoma melancólico de la ausencia definitiva. Nunca más volvería en vida. La vejez y, finalmente, la muerte la sorprendieron un 13 de febrero de 1968, cuando los primeros rayos del sol ya no alcanzaron a iluminarla.

El cuerpo inerte de María Enriqueta, después de caminar cerca de un siglo por los andenes de la vida, finalmente regresa a Coatepec, para dormir eternamente en el seno de las entrañas de su amada tierra, la misma que un día le ofrendó la luz primera. ¡María Enriqueta vive!

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