Especial

La promesa

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Juan A. Morales.

 

Doy un sorbo al quinto café de la mañana, cada vez hay menos parroquianos y se hace esporádico el tintineo de la cuchara que llama al mesero. Termino de escribir el párrafo y la escucho —¿Qué es eso?, dice mientras señala mi computadora, ¿una máquina de escribir con televisión? —Sus ojos almendrados me ven divertidos, me ha tomado por sorpresa, pues cuando escribo estoy abstraído del mundo. Dibuja una sonrisa que anula mis pensamientos, trato de decirle que estoy trabajando, que no soy turista, pero lejos de marcharse se sienta —¿Me reconoces? —La pregunta eriza mi piel, me satura la nostalgia, reviso su nariz redonda, sus labios endiabladamente sensuales, casi a punto de reventar un beso y me produce un calosfrío que se me escurre por la columna vertebral —¿Gloria? —La Güera sonríe, asiente y, yo deseo despertar de esta pesadilla, porque ella murió hace cinco años.

 

Juramos amarnos, yo en la pubertad, ella en la adolescencia, yo era vago testarudo, ella responsable de Mayté y de Natalia, sus hermanitas. Vivía con su abuela, que ya era bastante grande. Sus padres trabajaban cada cual por su lado para mantener el caserón en eterna obra negra y le ayudaba a entretener a las niñas, a cambiarle los pañales a Mayté o llevar al Preescolar a Natalita; pero la necesidad me obligó a emigrar, entonces le prometí que regresaría para cuando tuviera empleo y formáramos una familia los cuatro. En México no quise aprender mecánica, ni albañilería y me acomodé de “Office Boy” en una imprenta, pero nunca logré vivir con decoro y menos regresar a formar una familia con sus hermanitas.

 

En el Café elijo un lugar iluminado y con buena ventilación para evitar el sopor del medio día. A una señal, el mesero trae un humeante café que ella sorbe ruidosamente para no quemarse y me ve, como se ve a un desconocido, seguramente le causo lástima, porque llevo dos semanas durmiendo, apenas unas horas, quizá por eso estoy soñando despierto, o el exceso de café me está provocando un mal viaje, porque estoy seguro que ésta es la Gloria de mi mocedad que reencarnó en esta mujer, o es la única y verdadera Gloria que regresó a cobrarse mi promesa y debo seguirla para conquistar la serenidad que ansío —¿Tiemblas de miedo o de emoción? —No sé qué decirle, sonríe discretamente— supe lo de tu esposa. Me dice, y recuerdo que justo hoy, cumple cinco años que murió de cáncer, el mismo día que Gloria. Permanecemos callados, nos analizamos, suspira profundo, yo repaso sus facciones… me tiritan las manos, traspiro frío, la nariz se me infla como señal inequívoca del miedo —Vengo mañana —su rostro se hace amable— para cuando estés más sereno, me dice.

 

Cuando cumplió treinta y cinco años me buscó, yo tenía treinta. Fue un encuentro breve: comimos, hablamos de nuestras vidas, me enteró que se casó con un hombre violento, que se embarazó y por una reyerta nació un bebé antes de los siete meses y no se logró, entonces se separaron, pero ella deseaba ser madre. Para entonces yo me había casado, seguía estudiando Filosofía y Letras, pero antes de despedirse me habló de la biología de su cuerpo, dijo que no podía aplazar más la posibilidad de embarazarse y me pidió apoyo, porque en su proyecto de vida era fundamental engendrar, entonces aventuré mis condiciones para brindarle sustento, educación y la orientación religiosa, pero de la manera más drástica me contuvo —No llevará tu apellido —dijo— no te pido manutención, tampoco necesito una pareja, solamente un hijo. Me indigné, sacó de su bolso una libretita y borró el nombre que me honraba en el primer lugar. Se levantó y se fue. Veinte años después volví a saber de ella por un amigo común que me dijo que había muerto. Por cierto, esta mujer también debe tener treinta y cinco años.

 

El mesero sirve el refill y galletas de nata, ella toma una pasta y le da mordisquitos breves y constantes, lo que me hace recordar a los cullos con los que jugaba su hermanita —¿Recuerdas cuando se enfermó Natalia? —Permanezco callado, no recuerdo nada, pero ella ve discretamente una libretita y me da la fecha exacta y las veces que me pincharon cuando doné mi sangre. Va de un tema a otro aportando datos precisos que me resulta imposible recordar y que obtienen de esa bitácora. Siento que me asfixio, me molesta la corbata, discretamente aflojo el cinturón y sé que debo despertar, echarme agua fría para sacudirme la modorra y salir de mi ensoñación. Me disculpo, voy al baño. Cuando regreso veo con alivio que ya no está, sonrío, camino erguido y ligerito, entonces veo que en la mesa dejó una nota: “Vine a cumplir una promesa. Le dejo el Diario de mi mamá, a ver qué se le ocurre escribir. ¡Ah, sinceramente no he descubierto por qué lo quiso tanto!”.

 

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