Los altares de vida para honrar a los muertos
René Sánchez García.
Antes de la llegada de los españoles a estas tierras mesoamericanas (1492), habitaban y coexistían diversos y distintos pueblos y culturas, dedicadas en su mayoría a la producción agrícola (maíz, frijol, chile, calabaza, etc.) al intercambio de mercancías (trueque), o a la actividad guerrera (para el dominio territorial y cobro de impuestos), principalmente.
Todas estas agrupaciones sociales no sólo contaban con complejos sistemas de gobierno, sino también con sólidas instituciones educativas para preparar (en el arte de la guerra, de la religión o de la cultura) a los hijos de las distintas clases (nobles y esclavos) existentes. Y, todos se significaron por sus grandes obras arquitectónicas, hidráulicas y de puentes y caminos realizados.
Así, culturas como la Purépecha, Nahoa, Totonaca, Mixteca, Zapoteca, Tzeltal, Olmeca, Teotihuacana, etc., rendían culto a los diversos dioses, casi siempre para lograr buenas cosechas; pero también se otorgaba tributo a los muertos, pues significaba esto el inicio de una nueva vida o el inicio de un nuevo ciclo. De allí las costumbres funerarias (enterrar a los muertos con sus pertenencias, por citar un ejemplo), la idea de la inmortalidad y de la fuerza vital que subsiste más allá de la muerte, que caracterizó al México prehispánico.
Probablemente, las fiestas dedicadas al dios o al señor de los muertos (Mictlantecuhtli) en el reino del más allá o Mictlán, no fueron tal y como las conocemos hoy en algunas regiones indígenas y rurales del país, pues estas se han venido transformando con la influencia del catolicismo cristiano impuesto por los conquistadores españoles a partir de 1519; pero muchos de sus rasgos originales aún se conservan.
Si bien estas prácticas fueron consideradas como paganas por los religiosos recién llegados y fuertemente castigados por el Santo Oficio creado en la Nueva España; bien pronto el Papa Gregorio IV aprueba dicho culto, introduciendo simbolismos y prácticas del catolicismo y otorgando un espacio dentro del calendario litúrgico: del 28 de octubre al 2 de noviembre de cada año. Todo ello con la finalidad de facilitar el catolicismo entre los indígenas.
En la zona centro del Estado de Veracruz (de influencia Nahoa) y más específicamente en la región que comprende las localidades de Xalapa, Banderilla, Perote, Xico, Teocelo, Cosautlán, Ayahualulco, etc., el altar de vida se significa por ser un arco con el verdor que le otorga las ramas de tinaja y la palmita; y el colorido de la flor de zempoasuchilt y la mano de león, principalmente.
La mesa es finamente adornada con papel picado en color blanco y morado, bastante llena con una rica variedad de alimentos naturales de la región, así como otros preparados por las diestras manos de las amas de casa. No falta el tradicional mole, el arroz, los tamales, las tortillas, los atoles, los frijoles, el chile y el rico dulce de calabaza, entre otros como el aguardiente de caña y los cigarros.
No falta en el altar algunos elementos importantes como los cirios de cera, las velas y veladoras de parafina, las imágenes religiosas, un cristo de madera, fotografías y pertenecías (sombrero y machete por citar algunos) de los difuntos, que el proceso de sincretismo ha incluido o modificado a través de los tiempos. Los alimentos se cambian diariamente a las doce horas del mediodía y se ofrecen mediante un rezo a los niños de limbo, a los niños bautizados, a los ahogados, a los asesinados, a los adultos, e incluso, dicen que el día 3, los sobrantes son para el mejor amigo del hombre; los perros.
Es costumbre visitar los días 1 y 2 del mes de noviembre las tumbas, arreglarlas, pintarlas, cambiar las flores y las coronas, e incluso comer allí, un poco parecido a lo que sucede en la región lacustre de Michoacán (Patzcuaro y Janitzio). Esto es, convivir dos noches o unas horas con nuestros antepasados, con nuestros amigos y conocidos muertos y seres más queridos que ya han partido, pero ahora supuestamente al cielo. Esta festividad religiosa y de mucho arraigo en México, nada tiene que ver con el “Día de Brujas” que es propia de los países vecinos del norte y que desafortunadamente se ha permito celebrar en México.
Con el auge del muralismo en México, a manos de David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, José Clemente Orozco, y otros, se han incluido en estos bellos altares de vida, muchas de las creaciones artísticas (dibujos, pinturas, grabados y caricaturas) de José Guadalupe Posada, quien mediante calaveras en pleno movimiento y risa, se recrean muchos de los sucesos vividos entre los ricos y los pobres en la época porfirista en México. Las calacas simbolizan a los de abajo y las y los catrines a los de arriba o dueños del poder y la economía. Asunto anterior que resulta, tanto colorido, como también bastante cómico o burlesco.
Por ello es necesario conservar, preservar y difundir esta tradición ancestral, con el objetivo de reafirmar nuestra identidad nacional y latinoamericana, ahora más que nunca que el liberalismo económico, la globalización cultural, la postmodernidad y los avances tecnológicos nos asedian, nos destruyen y nos convierte en consumidores y destructores de la nuestra tierra y nuestra naturaleza.
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