Especial

Maestro Zúñiga

Comparte

 

Por Miguel Ángel Rodríguez Todd

 

 

El motivo es de sobra suficiente para salir de mi auto exilio de aspirante a escribidor. Lamento, sin embargo, haber dejado el tema en el tintero, tantas veces pensado, para patentizar mi agradecimiento a quien hoy ha partido de este mundo. Es muy común escribir las virtudes de un ser humano a la hora de su muerte; por eso me deploro aún más, al considerar que quizá sea tardío mi intento cuando bien pude hacerlo mientras vivía el maestro Zúñiga.

 

En estas fechas he leído infinidad de artículos sobre Don Guillermo Héctor Zúñiga Martínez. Todos ellos muy buenos, objetivos, documentados, pulcros en su prosa y, en su gran mayoría, con gran sensibilidad por parte de sus autores. Quiero, en ese sentido, aportar el mío desde la óptica de quien al saberse destinatario de su ayuda, siempre le guardó profundo agradecimiento.

 

Caballeroso, escrupuloso, educado, cultísimo, bondadoso, generoso, modesto, comprometido con sus causas, de placentera retórica, gran pedagogo, político de avanzada y poseedor de innumerables virtudes más. De sobra se ha escrito sobre esas sus particularidades. Narro mejor, algunos hechos que le presencié y que retratan mejor al excelso varón.

 

Le vi varias veces caminar sin compañía alguna sobre las céntricas calles de su adorada Xalapa. Su paso gallardo dejaba estelas de luz. Rostro serio y poco expresivo que se transformaba en exquisita amabilidad al responder los múltiples saludos que recibía y, no pocas veces, pacientemente escuchaba a quienes con gran desparpajo le detenían su caminar. Casi como ritual, muchas veces se sentaba a lustrar su calzado, ignorando que el sólo hecho de ser el portador, esos zapatos y ese traje adquirían brillo y pulcritud.

 

Hace veinte años fui a buscarlo a su despacho de importante y demandante cargo. Puntual, como era en todo, amablemente me recibió de pie. Después de los saludos de rigor, como intuyendo, me dijo: “Dígame qué quiere que haga, a quién quiere que le hable y qué quiere que le diga y con todo gusto lo hago”. Y así lo hizo, textual, pues era de privilegiada memoria. De sobra esta decir que las puertas se me abrieron, cual Mar Rojo en la huida del pueblo hebreo, y mi asunto quedó totalmente resuelto.

 

En una ocasión me atreví a convocarlo a una comida privada para reunirlo con un amigo suyo que reside en otra ciudad. Él, habitual y cuidadosamente puntual y, aún conociendo que su amigo no lo hace igual, llegó a la hora estipulada. Estoico y paciente esperó casi tres horas sin probar alimento hasta que su fraterno compañero llegó. Así honraba el maestro Zúñiga la puntualidad y la amistad.

 

Fue esposo y padre ejemplar. Cumplió a cabalidad con la formación integral de sus hijos, cimentando sus esfuerzos en su armonioso matrimonio que llenó de seguridad a la familia entera. Sabedor de las bases que inculcó en sus hijos, respetuoso los dejó labrar su destino. Recientemente, un queridísimo cercano mío, le solicitó mediara por mí ante su hijo, el Lic. Américo Zúñiga Martínez, digno legatario de su esencia. La respuesta que escuchó mi intercesor fue: “Lo más que puedo hacer es conseguirle una cita, es a lo único que me comprometo”. Lo hizo de inmediato y sospecho que hizo un “poco” más.

Su ausencia material deja un hueco imposible de llenar, precisamente en tiempos en que más demanda Veracruz de hombres de excepción como nuestro querido profesor y abogado. Hombres con esa ética, virtuosismo y moralidad son ejemplos obligados, dignos de ser imitados, por la nueva generación de políticos que tendrán en sus manos la oportunidad de cambiar el rumbo de nuestro estado.

Me consternó hondamente la partida del hombre que siempre me ayudó. Pude externarle mi aflicción y solidaridad a su hijo y hoy, deseo intensamente, que dos palabras lleguen a los oídos de su padre: Gracias maestro. Mucho me gustaría.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *