Especial

Milagros

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Juan A. Morales

 

En el jardín del caserón la fuente cansada reposa mohosa. Una magnolia anciana y una noche buena hecha varejones se niegan a morir. Las buganvillas que un día se abrazaron a los árboles para colorearlos, cuelgan apesadumbradas a cada tramo de la barda de cantera, hoy remendada con cemento. Antaño Milagros de Jesús corría, subía, bajaba, jugaba con don Jacinto, su abuelo; bromeaba con el caporal, con los jefes de cuadrilla, y con Reynaldo Hurraca, su padre, quien impulsivo piensa, desde su regreso de España, que la vida en el pueblo es poca cosa para él, hasta que conoce a Estercita.

Estercita es hija del peón que deja su salud bajo la sombra que procura vida a los cafetales. Siendo adolescente se fue a estudiar a Morelia “Juro que regresaré, piensa, para hacerte justicia”. Y en efecto, vuelve y rechaza las ofertas de los jóvenes —Tengo dueño—. Les dice, aunque no se le conoce novio. Por su habilidad para jinetear y florear la reata conoce a Tarsicio, un hombre rencoroso que se alía con ella para vengarse de don Jacinto, el viejo cacique que lo explota desde niño.

Tarsicio la envía a cultivarse y embellecerse en una academia de modelos en México. Quiere que a su regreso irrumpa en la vida del viejo Jacinto, para que sea una más de sus mujeres y le exija pensión. Retorna sofisticada, elegante y coqueta, pero pasa lo inesperado: muere doña Clemencia Hurtado de Hurraca, la esposa de don Jacinto, y el viejo cae en una depresión profunda que lo obliga a responsabilizar a su hijo Reynaldo de las fincas. La venganza debe aplazarse; pero a Tarsicio le gana la urgencia, y ante la sospecha de un embarazó que pone en riesgo su plan, presenta a Estercita ante el patrón joven para que le dé trabajo. El día de la entrevista mientras descansa su caciquil mirada en las formas de la chica, le ofrece el puesto de contadora, y a poco la hace suya.

Un mes después le informa que está embarazada. Esa misma noche se entera don Jacinto, y mientras en el abandonado jardín de la casona cavila cómo deshacerse de Estercita, se topa con la vieja Eusebia. Al verla de improviso se asusta, aunque con frecuencia se encuentran, y una corriente eléctrica se le escurre por la médula espinal —¿Vienes por mí?—. Pero la anciana desoye su recelo. —Ni chistes, dice la vieja, lo que Estercita lleva en su vientre, también es tu sangre—. Y dicho lo anterior, se va. Al día siguiente don Jacinto manda por el Juez y obliga a Reynaldo a casarse.

Nace la sietemesina y don Jacinto le llama Milagros de Jesús. Reynaldo ha perdido el seso por Estercita, pero el abuelo recupera la cordura por la nieta, que le da una razón para vivir, aunque las heredades ya no le importan. Por los afanes de Estercita en poco tiempo mejoran de vida su anciano padre y familiares cercanos, lo mismo ocurre con Tarsicio, que ahorra hasta el último centavo para realizar su sueño: conocer el mundo. Pide a Estercita que haga su “cochinito”; pero como ya está panzón convierte al cerdo en tepalcates y sola prepara el escape. Esa madrugada el abuelo presiente algo, sale al jardín y ve escapar a Estercita, en eso llega la vieja Eusebia y lo apacigua —Cuida a tu nieta, le dice, que Reynaldo no sabe de paternidad—.

Tarsicio queda chiflando en la loma. A poco llegan dos cartas: En una, la nuera asegura que volverá, la otra dice: “Para cuando Milagros de Jesús sea grande”. Al saber que regresará Tarsicio frecuenta la casona para jugar con la niña. El tiempo se despabila y Milagros de Jesús muda dientes, a los tres años se presenta en el templo, y en una fiesta infantil, sugerida por la vieja Eusebia, el abuelo congrega a todos los chiquillos de los cortadores de café para que acompañen a Milagros en una Primera Comunión comunitaria. La nana, sordomuda de nacimiento, procura los bocadillos preferidos de la niña, quien ya aprendió el lenguaje del silencio.

 Una madrugada, mientras el abuelo ronda su jardín, Milagros se sueña mujer. Ya no desea correr por los pasillos, ni guindarse de la escarapelada verja de fastuosa herrería, tampoco sube de dos en dos los peldaños para llegar al balcón donde vigila el abuelo; quien ya no le cuenta historias, ni se embelesan viendo fotografías en sepia, donde el cacique aparece rodeado de cortadoras de café, básculas, costales y plantas de largos brazos repletos de cerezas. Porque para el abuelo todo acabó. Milagros de Jesús se siente sola, ya no se identifica con su padre, y el viejo no acepta que ya es mujer.

Contra la voluntad de don Jacinto, para modernizar el beneficio de café, Reynaldo Hurraca Hurtado va a Europa a comprar equipo. La disputa los distancia. Llega la maquinaria y los técnicos para instalarla. Capacitan a Tarsicio que se afana porque ahora tiene el poder con el que tanto soñó. Mucho después en una carta Reynaldo informa al viejo que buscará a Estercita, pero no la encuentra. En sus cavilaciones madrugadoras la vieja Eusebia aconseja a don Jacinto tener paciencia y aprovechar el interés de Tarsicio por administrar el beneficio.

Desde los dieciséis años a Milagros se le viene el mundo encima. Se responsabiliza de la casa, las empleadas la llaman señora y ella toma en serio su papel. El abuelo respira aliviado. Las once recámaras más que guardar muebles de vieja y olorosa madera mantienen atrapado el tiempo ido. Milagros, muda y solitaria lee y relee su carta, y busca una explicación en los armarios. Pero mientras contempla el pasado no vislumbra su futuro. Ahora Tarsicio es su único amigo, porque su abuelo le dijo que murió su padre.

Por la tarde la chica sube a la azotea y hace el recuento de las añejas tejas que se rompen, y de los caserones que se remodelan para convertirse en tiendas, departamentos para ingenieros y en cuartos de azotea para estudiantes, y justamente enfrente vive Ricardo, el hijo de su Nana, que estudia con una beca en la Escuela Normal de Educación Especial; y desde ambas azoteas entablan un diálogo sordo. A poco se citan y su relación prospera. El abuelo, con disimulo, se entera de los devaneos de la nieta, sabe que el muchacho suple riqueza con inteligencia, pero desaprueba la elección.

La molendera, porque en la casona cenan con tortillas hechas a mano, le platica al viejo que en el molino se entera que Estercita está en el pueblo, y en la madrugada, que es propio de los viejos dormir poco, don Jacinto deambula entre los varejones del jardín y se encuentra con la vieja Eusebia, su madre —Ya sé —adivina el anciano cacique— ¿vienes a decirme que Milagros está de “encargo”?—.  Pero la vieja clava su reseca mirada en el hombre y precisa: —No. Ahora sí vengo por ti. Pero no te preocupes, llegó Estercita a reconciliarse con tu hijo Tarsicio. Como él controla tu patrimonio, el futuro de Milagros está asegurado. Vámonos en paz—.

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