MUERTE Y VIDA EN LA ÉPOCA PREHISPÁNICA Y LA FESTIVIDAD DE TODOS SANTOS EN COATEPEC
CRÓNICA COATEPECANA
Dr. Jesús J. Bonilla Palmeros
Cronista de la ciudad de Coatepec
(Primera parte)
La Festividad de Todos Santos en la ciudad de Coatepec, reviste una serie de particularidades que nos remiten a la pervivencia de antiguos remanentes conceptuales de tradición mesoamericana, los cuales se mantienen a pesar del vertiginoso dinamismo cultural que han presenciado sus habitantes en las últimas tres décadas. Por tal razón, consideramos oportuno ofrecer a nuestros lectores un acercamiento a las antiguas prácticas y concepciones en torno a los cultos mortuorios desarrollados por las sociedades nahuas, y facilitar la comprensión de los elementos tradicionales presentes en los actuales altares elaborados durante la Festividad de Todos Santos.
Las tempranas sociedades que habitaron el área mesoamericana, desarrollaron una serie de incipientes cultos en relación con el ciclo agrícola, ritos mortuorios y las primeras entidades asociadas con la fertilidad, el fuego y el agua. Numerosos vestigios materiales dan cuenta de las tempranas prácticas culturales y los contextos donde se llevaron a cabo los ritos y ofrendas; con estas evidencias constatamos el desarrollo de una serie de concepciones en relación a la muerte del ser humano.
El hallazgo de entierros humanos conteniendo ofrendas son evidencia de que las sociedades más tempranas, concebían una prolongación de la existencia después de la muerte del individuo; por tal razón se justificaba la colocación de objetos, alimentos y disposición del cuerpo, que permitieran sortear situaciones y cruzar con cierta protección los espacios por donde su esencia espiritual podía perderse. Un claro ejemplo de las complejas prácticas mortuorias lo tenemos en la tumba del Templo de las Inscripciones en Palenque, Chiapas, donde se encuentra inhumado uno de los importantes gobernantes de la dinastía real del lugar. En dicho espacio, se encontraron los restos del monarca acompañados por un importante ajuar funerario; en éste destacan sus insignias de poder, y diversos objetos que facilitarían su tránsito por las nueve casas de Xibalba (región de los muertos para los mayas). Resulta también interesante cómo se cubrió el cuerpo con una capa de cinabrio, cuyo color rojo debió de tener una amplia connotación simbólica para las sociedades mesoamericanas; y que en el caso particular de su uso en contextos funerarios implicaba el propiciar la renovación del individuo con base en concepciones cíclicas. En el mismo sentido, la tapa que cubre el sarcófago presenta una compleja escena iconográfica, en la cual la imagen del soberano se encuentra asociada al gran árbol cosmológico en clara referencia simbólica a la trascendencia de la muerte a nivel cósmico y por consiguiente se circunscribía al orden cíclico general.
Hacia el periodo posclásico (900 – 1521) las sociedades nahuas desarrollan una serie de prácticas mortuorias muy complejas que se fundamentan en la concepción de una serie de espacios a donde iba la esencia espiritual de las personas fallecidas; además de una serie de “pruebas” que debían sortear para llegar al lugar de la vida eterna. Por tal motivo, los cuerpos de las personas fallecidas recibían un tratamiento especial acompañado de consejos e invocaciones, a fin de propiciar la protección hacia el difunto; así como atenuar la serie de peligros que debía de sortear en cada uno de los nueve niveles que integraban el “Mictlán”, Lugar de los muertos.
Entre las sociedades nahuas se creía que de acuerdo a la forma como fallecía el individuo, se determinaba el lugar donde le correspondía residir eternamente; así, se concebían una serie de espacios específicos dentro del orden cósmico, en el que las esencias espirituales de las personas permanecían y cumplían alguna función dentro del orden cíclico.
Al oriente se encontraba el sitio denominado “Tonatiuhichan”, Casa del Sol, en este lugar residían aquellos guerreros que habían muerto en el campo de batalla o sacrificados a las entidades solares. En dicho sitio cada amanecer recibían al sol con gritos de guerra y júbilo; cual guerrero victorioso emergía de su lucha con las entidades nocturnas y por tal razón le acompañaban en su ascenso diurno. A los cuatro años de permanecer la esencia espiritual del guerrero fallecido, se convertía en colibrí y bajaba a la tierra para deleitarse con el dulce néctar de las flores.
En uno de los niveles más altos de la bóveda celeste se encontraba el “Tlalocan”, Lugar del dios Tláloc, al lugar llegaban aquellas personas que habían fallecido ahogadas, hidrópicas, fulminadas por rayos, y los niños sacrificados al dios de la lluvia. Estos últimos tenían la función de ayudar al dios Tláloc a propiciar la lluvia, rompiendo simbólicamente las nubes como depósitos del preciado líquido vital.
Al poniente se encontraba el “Cihuatlampa”, Lugar de las Mujeres, donde iban aquellas mujeres que habían fallecido al dar a luz o sacrificadas a las diosas de la fertilidad. En determinadas fechas del año bajaban sus formas espirituales a buscar los accesorios del telar de cintura y/o sus hijos. Estos personajes femeninos se les han identificado como el antecedente del mito de la “La Llorona”.
Un cuarto lugar que probablemente se ubicaba en algún punto de la bóveda celeste, se le denominaba “Chichihuacuauhco”, Árbol nodriza, en el que se encontraban aquellos niños que habían fallecido antes de ser destetados, e iban hasta el árbol con senos para seguir amamantándose.
El quinto espacio recibe el nombre de “Mictlán”, Lugar de los Muertos, el cual se caracteriza por presentar nueve niveles e igual número de pruebas que debían de superar quienes transitaban por el lugar. A dicho sitio llegaban quienes habían fallecido en formas distintas a las ya referidas en los cuatro lugares citados anteriormente.
Continuara…
Para mayor información sobre el tema, consultar el libro:
Bonilla Palmeros Jesús Javier, Un Abrazo a mi Tierra Coatepec. Cultura y Tradición que Forjan Nuestra Identidad, Imprenta Toscana, Coatepec, Ver., 2014.