Plano IndeleblePLUMAS DE COATEPEC

Las cuerdas raídas de remordimiento

Comparte

Las cuerdas raídas de remordimiento

Por Yuzzel Alcántara

Solía llevar la cuenta: si era lunes, si era jueves, si ya estaba cerca el fin de semana, lo sabía, el día de las compras, los días de clases, los días de reuniones de trabajo, el día de ver a los amigos, los días de desvelo, y ese día para hacer nada que nunca llegaba, o ese día para hacer todo que nunca alcanzaba. Solía llevar la cuenta, sin saber si quiera que la llevaba. Eran días normales, cada uno con su rutinaria efusividad, cada uno con su distintiva semejanza. Hoy todo pasa y pesa igual.

–¿Qué habremos hecho con todo este tiempo?

Pienso en mi generación, pienso en las que vienen… nuestro tiempo limitado a volver costumbre una vida digitalizada, nuestra vida limitada a someter nuestro tiempo al azoro tempestuoso de la navegación por internet. Habremos aprendido a teletrabajar, a dar clases en línea, a tomar clases en línea, a abrir sesiones usando Zoom, a jugar más videojuegos, a pasar más tiempo en Facebook, WhatsApp, Google y YouTube (desde la pandemia, el mexicano citadino dedica un 50% más de su tiempo a Facebook, 48% más a Netflix, y 38% más a YouTube y WhatsApp, todas, corporaciones estadounidenses… o lo que es lo mismo, esa hora que antes dedicaban a platicar de cualquier cosa, a leer un libro, a preparar la comida o arreglar algo en casa, fue reemplazada por el entretenimiento a través de estas plataformas… no suena poco cuando de las 8 horas libres que nos quedan al día, terminamos regalando la cuarta parte al bolsillo del vecino del norte).

Pienso también en ellos, en la tercera generación, cuánto fueron capaces de hacer con su tiempo. Su día iniciaba cuando la luz diáfana aún no había entrado por la ventana. Con el jardín de floripondios a su lado, almorzaban dispuestos a iniciar el fastuoso despliegue de cada hora al ritmo que marcara el sol, tan preciso y perfecto como la simetría de platos y cubiertos sobre la mesa. Lucía sus pendientes brillantes colgando de sus orejas, su peineta verde agua contrastando con su cabellera blanca. Sus recorridos hacían del paso entre su recámara y la cocina un puente inundado por el dulcísimo aroma de su perfume de rosas. Antes del mediodía el olor de la casa ya había mutado, notas de azúcar derretida combinadas en el aire con el vapor de la mantequilla durante el horneado del pan hacían que al abrir la puerta entraras como a un bosque policromático de árboles encantados. Preludio a las oraciones del atardecer. Sus muñecas moviéndose acompasadas por las agujas del tejido, ya terminaba una bufanda, un chal, otro suéter, o moviéndose delicadamente para colocar las lentejuelas del sombrero negro de charro, rebosante de dulces mexicanos para festejar el 16 de septiembre. Sus calaveras a todos los nietos. Su mirada telepática cuando me hablaba sobre Amado Nervo o María Enriqueta, como intentando anclar los versos a cada uno de mis pensamientos. Para todo eso tenía tiempo, mi abuelo a la par.

Nunca tuvieron que dejar sus horas evaporarse frente a la monotonía del monitor, tan disimulada detrás de la sensualidad de las imágenes. Esa generación tuvo oídos para darnos, manos para consentirnos, tiempo para distinguir cada nuevo trazo que al hablar dibujaba nuestra piel, o al pensar resplandecía en nuestros ojos. Decirnos que ya organizaremos nuestro tiempo para, “algún día”, “después”, convivir de verdad, cien por ciento presentes, sería ingenuo.

Pienso que tal vez, desde la lejanía del siglo XXI, estemos siendo acompañantes mediocres de Nietzsche y de Herman Hesse, adoleciendo la misma enfermedad. Apunta el escritor en El lobo estepario: “La vida humana se reduce al verdadero padecimiento, al infierno, sólo cuando se superponen dos eras … Hay épocas en las que una generación entera queda así atrapada entre dos eras, dos formas de vida, y, en consecuencia, pierde toda facultad de entenderse a sí misma y no tiene ninguna pauta, ninguna seguridad”.

Quizá, esta asfixia –a veces imperceptible– de vivir en el trance hacia otra era tecnológica, algunos años después, estrangule nuestra consciencia con las cuerdas raídas de remordimiento. Y volveremos a preguntarnos: ¿qué habremos hecho con todo ese tiempo?