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LEONCIO CERVANTES, UN GRAN AMIGO

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LEONCIO CERVANTES, UN GRAN AMIGO



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Cada día iba conociendo las costumbres y personas del pueblo de Juchique de Ferrer. La primera muchacha que me brindó su amistad fue Consuelo Barradas. Por cierto, muy bonita. Parece que ella no era nativa de este pueblo, pero vivía en la casa de su tío, don Abraham Barradas. Además, era madrina de mi hermana Judith. Todos los días platicaba con ella, pues era vecina de la casa de mi papá.

            Chelito Barradas se preocupó mucho por mí, tanto que me llevó a la escuela a presentarme con el director, el profesor Gerardo. Hoy he olvidado su apellido, pero recuerdo que venía del estado de Chiapas. El otro profesor al que fui presentado se llamaba José Franco. Si no mal recuerdo, él era natural de Misantla.

            Chelito Barradas me regaló una fotografía con dedicatoria, esa era la costumbre de esos tiempos, y llegó a estimarme mucho. Fue una amistad sana. Me presentó amigas y amigos; entre ellos, a Leoncio Cervantes, hijo de don Fidencio Cervantes. A su madre la recuerdo también con mucho cariño, porque fue una persona muy buena conmigo, al igual que sus hijas Cira y Juana. Siempre me hicieron sentir como de la familia.

            Loncho Cervantes fue el mejor amigo que tuve en Juchique de Ferrer, protagonizamos muchas aventuras en la atmósfera de esos lugares serranos, todas ellas muy propias de nuestra adolescencia. Él me mostró el pueblo y sus alrededores. Prácticamente me enseñó a montar a caballo. Mi papá tenía un caballo color blanco y cierto día fuimos con Loncho a traerlo al potrero, solo llevé el freno y Loncho me propuso que cada quien lo montara y diera un recorrido en todo el perímetro del potrero. Fue Loncho quien empezó y, como buen jinete, lo hizo correr a toda rapidez, su estilo me pareció como el de un vaquero del oeste, a veces con la mano derecha se detenía el sombrero para que no volará por los aires. De pronto lo vi venir hacia mí a todo galope y, al llegar al punto exacto, jaló con elegancia el freno al tiempo que echaba el cuerpo hacia atrás. El caballo se detuvo en seco, como si estuviera clavado de las cuatro patas en el pasto. Bella imagen que no se ha borrado de mi mente. Tocó mi turno y corrí libremente sobre el césped del potrero, el aire rozaba con frescura mi rostro e imaginaba muchas cosas que emanaban de mi mente. Disfrutaba la plena libertad montando a caballo, pero cuando llegué a donde Loncho se encontraba, es decir, cerca de la salida del potrero, olvidé las recomendaciones y jalé el freno, pero el cuerpo lo mantuve en la misma posición, de manera que, al detenerse el caballo, salí volando por los aires a causa de la inercia y caí de cabeza. Fue una amarga experiencia. A veces lo acompañaba a los terrenos de su papá, sembraban chile y otros cultivos de la región. No recuerdo bien si era una especie de horno, pero parecía un techo tejido de carrizos u otate, sobre esa superficie esparcían los chiles verdes, debajo encendían fuego y después de determinado tiempo obtenían el chile seco. Al terminar, el sudor seguía presente puesto que hacía mucho calor en esa especie de horno.

            Con Loncho Cervantes y otros amigos como el Pajarito, el Candil íbamos con frecuencia a nadar a la poza la Paila o al Salto, las cruzábamos braseando y a veces intentábamos bucear en ese constante peligro. Juana, la hermana de Loncho, nos confeccionó unos shorts (“chores” decíamos nosotros) color blanco, pues improvisamos un equipo de futbol e íbamos a entrenar al campo de aterrizaje de las avionetas, cerca del rugir del río, sobre todo cuando iba crecido y arrastraba piedras y hasta cristianos. Cierta ocasión fuimos a jugar a “Dos Arroyos”, nos enfrentamos contra ellos. Sólo recuerdo que fuimos Leoncio Cervantes, Cándido Campos, un tal Toledo, un servidor y otros cuyos nombres se me escapan, pero fue un momento muy emotivo.

            Cada año llegaban al pueblo sacerdotes del estado de Guanajuato, que invitaban a los jóvenes para ir al estudiar el seminario. Entre los que se fueron recuerdo a Hugo, un muchachito delgado de piel morena y pelo ensortijado. Loncho me fue a ver para decirme que se marchaba, por lo cual sugirió que nos tomáramos una fotografía. Ésta la tomó al día siguiente el fotógrafo del pueblo. Loncho y yo nos dimos un abrazo y se marchó. Algo sucedió por aquel estado del bajío, porque al poco tiempo regresaron al pueblo.

            De Juchique salí en el mes de febrero de 1968 y hasta la fecha jamás lo he vuelto a ver, pero está presente en mi recuerdo. Sean estas líneas un tributo de gratitud a tu amistad, mi estimado Leoncio “Loncho” Cervantes.

rafaelrojascolorado@yahoo.com.mx